París, Francia
Quincey estaba a la espera de la respuesta de su tío. Miraba con desesperanza la pantalla del celular. ¡Ah, cómo odiaba esos aparatos tecnológicos! Era más sencillo redactar una carta taquigráfica o enviar un telegrama, así la respuesta llegaría más rápido, pero no… ¡tenía que utilizar un teléfono celular para comunicarse con Vlad! Al parecer el tío Vlad tenía más tolerancia hacia la era tecnológica, sobre todo porque era un interesado en la humanidad, pero Quincey no; lo único que deseaba era regresar al castillo y vivir normalmente, alejado del mundo moderno que le recordaba su inmortalidad.
Si algún día volvía a ver a su madre sería muy dichoso, aunque no pudiese recordar exactamente el juramento que Vlad le había hecho.
—Ella es mi gloria —había pronunciado Vlad una vez mientras observaba los paisajes de su amada tierra.
A veces, mientras Vlad dormía durante el día, él aprovechaba para dar ciertos paseos clandestinos por los alrededores del castillo, perdiéndose en los laberintos de árboles mientras se imaginaba la vida de antaño, cuando Vladislav era venerado y temido por muchos, siendo un guerrero con el cual, al escuchar su nombre, sus enemigos retrocedían por temor a terminar empalados o peor…
No le cabía en la cabeza la idea de que ese hombre “el Empalador” terminaría cediendo a sus sentimientos al conocer a Mina, siendo terminantemente rechazado por ella, acostumbrado a tener a cientos de mujeres a su disposición, siendo ellas las que sucumbían a sus deseos y no él. Las mujeres lo amaban y él obtenía de ellas lo que deseaba, pero nunca había ocurrido al revés, hasta ella… ¿por qué? Ese era su destino.
Y Quincey…, él nunca había amado. No lo hacía no por temor a ser rechazado como Vlad, ni por verla envejecer, simplemente no era el momento adecuado. La única mujer a la que había amado era a su madre, y el día del juramento había sido la única y última vez que la vio, fue cuando tenía seis años, quedando a cargo de Vlad. Desde entonces no la volvió a ver, y aunque Vlad aseguraba que tanto Mina como Jonathan habían envejecido y muerto, él sabía a la perfección que no era así, pues en sueños veía una figura femenina que le hablaba y cantaba para él, sin duda era Mina… pero podría alguien más estar jugando con su mente, pero se aferraba al hecho de que era su madre y no ninguna criatura mágica deseosa de dañarlo.
Cerró los ojos pensando en su amiga Sarah.
Solo habían pasado pocas horas desde que él le había preguntado sobre su lista de invitados. Ella le había dicho que podría invitar a quien quisiera.
—Y es por esa razón que te adoro, Sarah —respondió Quincey mirando el listado.
—Y la razón por la que yo te adoro es —hizo silencio—: ayudarme a elegir mi vestido de novia.
—Blanco, como debe ser.
—Yo quería un rojo, o por lo menos uno beige —sonrió.
—El blanco es el símbolo de la pureza.
—Sigues viviendo en el siglo pasado —le arrojó una bola de papel que tenía a lado.
—Lo sé, y aun así me veneras.
—Ya quisieras.
—La verdad sí.
En ese momento, el timbre de la puerta sonó. A pesar de beber sangre cada semana, Sarah aún era incapaz de realizar ciertos “trucos” que Quincey hacía a la perfección como: saber quién se encontraba al otro lado del umbral.
—No abras la puerta —él le había dicho.
—Tú no me ordenas, ni que fueras mi padre —respondió furiosa.
Dejó escapar un suspiro al recordarla meses antes cuando la conoció, tan linda, ingenua, necia pero inteligente, y compararla ahora: una mujer descarada. ¿Cómo pudo haber cambiado tan drásticamente en tan poco tiempo?
—Orlock… —pronunció sin dejar de mirar por la ventana.
De nada había servido mudarse al departamento de al lado sino podría protegerla de ese vampiro. Se maldijo entre dientes mientras la observaba salir a la calle de la mano de Alexander. Últimamente tenía la costumbre de observarla irse acompañada de ese hombre sin poder hacer nada; y siempre estaba atento a cuando ella regresaba, sola.
¿Qué sucedería entre ellos? Si Alexander era quien creía, no le dañaría pues la necesitaba pura para el ritual de la Luna, pero… sino lo era, entonces seguramente ya habría pasado algo entre ellos y estaría a salvo.
A veces se planteaba el por qué Stephan no había estado con ella, pero su respuesta era la misma: había nacido en una época en la que las mujeres debían mantenerse puras y virginales hasta llegar al altar e inconscientemente, y a pesar de creer ser otra persona, lo había cumplido.
—De ser Stephan o Nicolav, ya lo habría hecho yo —murmuró.
Lo peor era que de dos hombres no se hacía uno. Se extrañaba de Nicolav, quien había tenido mujeres desde antes de ser un inmortal, y que ahora, se dedicaba a “respetar la pureza” de Sarah.
—Pase lo que pase, no quiero que la toques—, había escuchado a Vlad decirle a Nicolav hace seis años en una de sus muchas reuniones—. Ya sabes a lo que me refiero —concluyó.
—De acuerdo, Príncipe —fue la respuesta de Nicolav.
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Editado: 17.08.2021