Sangre y rosas

Prologo

1. Los rumores sobre la mansión Thurnston eran tantos como los habitantes de Wyvernshire.

Las historias se transmitían como susurros en las tabernas o junto a las chimeneas, alimentandolas y enredandolas con el paso del tiempo.

La mayoría evitaba siquiera acercarse a sus muros. Para Adeline, sin embargo, sus jardines tenían un encanto irresistible.

Entre los árboles cargados de frutos y las rosas salvajes que brotaban sin dueño, el jardín parecía otro mundo. Cada hoja y cada pétalo vibraban con una vitalidad que el abandono no había logrado extinguir. En la soledad de ese paraíso marchito, Adeline dejaba que sus pensamientos volaran libres, construyendo historias que cobraban vida en su mente.

Aquel día, al caer la tarde, Adeline recolectaba manzanas en aquellos jardines prohibidos. Había adornado su larga trenza castaña con pequeñas flores de azafrán silvestre, que brillaban tenuemente bajo la luz dorada. Su falda de lana, remendada en infinitas ocasiones, se enganchó nuevamente con una de las ramas de una zarza silvestre. Maldijo entre dientes, cuando al intentar liberarla, las espinas rasgaron la tela.

Fue entonces cuando escuchó un golpe en el Inter de la mansión.

Adeline se quedó paralizada. Cualquiera habría huido despavorido, recordando las leyendas de espectros y maldiciones que envolvían aquel lugar. Pero para ella, ese sonido fue una invitación imposible de ignorar. La curiosidad se avivó de inmediato.

Sin vacilar, cruzó el jardín con pasos firmes hasta llegar al imponente portón de madera. Muchas veces había estado allí, sin reunir el coraje necesario para ir más allá. Pero aquella tarde, algo distinto la empujó hacia adelante; un impulso que ni siquiera intentó contener.

Con los dedos fríos y la respiración entrecortada, empujó la puerta, que respondió con un largo chirrido.

Frente a ella, el umbral se abría a un mundo que durante años había habitado solo en su imaginación, un mundo que, por fin, comenzaba a revelarse.

-¿Hay alguien ahí? -Preguntó. Pero apenas consiguió pronunciar un murmullo que se desvaneció en la vasta penumbra. No esperaba una respuesta, y, sin embargo, su corazón palpitaba con fuerza, temiendo obtenerla.

El aire estaba saturado de motas grises que flotaban como pequeños fantasmas. mientras candelabros cubiertos de telarañas colgaban inmóviles.

En la mesita de caoba, una palmatoria de plata, cubierta de polvo, albergaba una vela intacta, como si hubiera esperado todo este tiempo para ser encendida.

Con dedos entumecidos, sacó una pequeña caja de fósforos del bolsillo de su delantal. Deslizó el primer fósforo contra el borde áspero, pero apenas se produjo una chispa antes de apagarse. Frunció el ceño, tomó otro y lo encendió con más fuerza. Esta vez, una llama breve y temblorosa cobró vida, iluminando por un instante sus manos y la superficie polvorienta de la mesa.

Con un pequeño chisporroteo se encendió la vela. La llama vacilante pintaba figuras caprichosas en las paredes, como si el pasado atrapado en la mansión intentara manifestarse. Las líneas irregulares se deslizaban entre los tapices y los muebles, creando patrones que parecían respirar junto con ella.

El tenue resplandor reveló el resto del salón; sillones de terciopelo desgastado, dispuestos en torno a una chimenea ahora fría. Tapices deshilachados sobre las paredes. Y más allá, una estantería llena de libros y un gran espejo de marco dorado, que reflejaba de manera difusa el débil resplandor que Adeline portaba.

Los dientes de la muchacha castañeteaban, mezcla del frío y el miedo. Pero ni eso la detuvo. Sus pasos, lentos y vacilantes, crujían sobre el suelo de madera carcomida. Cada sonido se deslizaba por el aire en susurros.

Un sonido repentino rompió el silencio: un leve crujido proveniente del piso superior.

La respiración se detuvo por un momento; el corazón, en cambio, golpeaba con fuerza desmedida. La vela, precaria en sus manos, proyectaba sombras inquietas que danzaban en las paredes, multiplicándose con cada movimiento de la llama.

Entonces, algo raspó la madera. Breve, seco, como si una garra o una uña intentara perforar el suelo.

Una gota de cera caliente resbaló por sus dedos y la obligó a parpadear. La distracción la hizo dar un paso atrás, y el crujido del suelo bajo sus pies sonó como un trueno en medio de aquel vacío.

De repente, desde las sombras del piso superior, una forma diminuta se movió con rapidez. Adeline soltó un jadeo, y la vela vaciló en su mano. Apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que dos pequeños ratones cruzaran el vestíbulo, desapareciendo con un leve chirrido de madera en dirección opuesta.

El alivio fue inmediato, pero no completo. Soltó el aire que llevaba demasiado tiempo conteniendo y dejó escapar una risa breve y nerviosa. Aún sentía cómo las piernas le temblaban, como si la tensión se hubiese aferrado a sus músculos y no quisiera liberarla.

Sin permitirse pensar demasiado, recogió el bajo de su falda y comenzó a subir las escaleras. Cada peldaño crujió bajo su peso. La oscuridad se adueñaba de la estancia, el pasillo se convertía en un laberinto que se cernía en torno a ella. La débil luz parpadeante de la vela, apenas alcanzaba a dibujar sombras erráticas contra la pared.

Al llegar al último tramo, el aliento se le detuvo en la garganta. Frente a ella, al final del pasillo, algo se movió, apenas perceptible, emergiendo de las sombras: una figura alta, delgada.

La vela parpadeó, y el aire, helado, pareció contraerse a su alrededor. Su corazón latía con tal fuerza que creía sentirlo en las sienes. Dio un paso atrás, pero una corriente gélida le rozó el rostro, como un aliento contenido demasiado cerca.

Intentó alzar la vela, pero la llama vacilaba, bailando errática. La figura se inclinó levemente, como si la examinara o eso creyó; era difícil distinguir dónde terminaba la sombra y empezaba el pasillo. Despues algo metálico cayó al suelo, provocando que un pequeño grito escapara de su garganta.



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En el texto hay: romance gotico

Editado: 25.01.2025

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