Sangre y rosas

1

Los rumores sobre la mansión Thurnston eran tantos como los habitantes de Wyvernshire. Nadie recordaba exactamente como comenzaron, pero se hablaba de muertes inexplicables que ocurrieron dentro de sus muros. Las versiones más macabras mencionaban un bebé, hijo del diablo.

Las historias se transmitían como susurros en las tabernas o junto a las chimeneas, alimentandolas y enredandolas con el paso del tiempo.

La mayoría evitaba siquiera acercarse a sus muros. Para Adeline, sin embargo, sus jardines tenían un encanto irresistible.

A sus ojos, un árbol caído podría ser un dragón herido; y una simple seta, la casa de un gnomo.

Desde niña, Adeline cruzaba en secreto los jardines de la mansión Thurnston, desafiando el temor que alejaba a los demás.

A pesar del abandono, los árboles seguían dando frutos dulces, y las rosas, cuidadas por nadie, florecían con una belleza que no se encontraba en ningún otro lugar. La soledad tampoco era un problema; más bien, una oportunidad de dejar volar sus pensamientos libremente.

Aquel día, al caer la tarde, Adeline recolectaba manzanas en aquellos jardines prohibidos. Su falda de lana, remendada en infinitas ocasiones, se enganchó nuevamente con una de las ramas de una zarza silvestre. Maldijo entre dientes, cuando al intentar liberarla, las espinas rasgaron la tela.

Fue entonces cuando escuchó un golpe en el Inter de la mansión.

Adeline se quedó paralizada. Cualquiera habría huido despavorido, recordando las leyendas de espectros y maldiciones que envolvían aquel lugar. Pero para ella, ese sonido fue una invitación imposible de ignorar. La curiosidad se avivó de inmediato.

Sin vacilar, cruzó el jardín con pasos firmes hasta llegar al imponente portón de madera. Muchas veces había estado allí, sin reunir el coraje necesario para ir más allá. Pero aquella tarde, algo distinto la empujó hacia adelante; un impulso que ni siquiera intentó contener.

Con los dedos fríos y la respiración entrecortada, empujó la puerta, que respondió con un largo chirrido.

Frente a ella, el umbral se abría a un mundo que durante años había habitado solo en su imaginación, un mundo que, por fin, comenzaba a revelarse.

-¿Hay alguien ahí? -Preguntó. Pero apenas consiguió pronunciar un murmullo que se desvaneció en la vasta penumbra. No esperaba una respuesta, y, sin embargo, su corazón palpitaba con fuerza, temiendo obtenerla.

El aire estaba saturado de motas grises que flotaban como pequeños fantasmas. mientras candelabros cubiertos de telarañas colgaban inmóviles.

En la mesita de caoba, una palmatoria de plata, cubierta de polvo, albergaba una vela intacta, como si hubiera esperado todo este tiempo para ser encendida.

Con dedos entumecidos, busco una pequeña caja de fósforos en su delantal. Deslizó uno contra el borde áspero. La llama cobró vida, iluminando sus dedos y la superficie polvorienta de la mesa.

Con un pequeño chisporroteo se encendió la vela.

El tenue resplandor pintó figuras caprichosas en las paredes, revelando un salón en ruinas: sillones desgastados, una chimenea fría, una estantería de libros envejecidos.

Caminó despacio por la sala, con los dientes castañeteando a causa del frio. Se aferró la vela con ambas manos, temiendo que un leve soplo pudiera apagarla.

Un sonido repentino rompió el silencio: un leve crujido proveniente del piso superior.

Adeline se quedó inmóvil. Su cuerpo entero pareció congelarse, como si el frío de la mansión la hubiera atrapado de repente. La respiración se le detuvo por un momento; el corazón, en cambio, golpeaba con fuerza desmedida. La vela, precaria en sus manos, proyectaba sombras inquietas que danzaban en las paredes, multiplicándose con cada movimiento de la llama.

El crujido volvió, esta vez más prolongado. Era un sonido tenue pero perturbador, como si algo se arrastrara.

Algo en el aire había cambiado. Una corriente gélida le acarició el rostro, y, junto a ella, un olor que antes no estaba: un aroma rancio, entre moho y humedad estancada.

El silencio regresó de golpe. La quietud era tan intensa que parecía que la mansión contenía el aliento, igual que ella. Entonces, algo raspó la madera. Breve, seco, como si una garra o una uña intentara perforar el suelo.

Una gota de cera caliente resbaló por sus dedos y la obligó a parpadear. La distracción la hizo dar un paso atrás, y el crujido del suelo bajo sus pies sonó como un trueno en medio de aquel vacío.

Algo se movió entre las sombras del piso superior, rápido como un destello. Adeline soltó un jadeo, y la vela vaciló en su mano. Apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que dos pequeños ratones cruzaran el vestíbulo, desapareciendo con un leve chirrido de madera en dirección opuesta.

El alivio fue inmediato, pero no completo. Soltó el aire que llevaba demasiado tiempo conteniendo y dejó escapar una risa breve y nerviosa. Aún sentía cómo las piernas le temblaban, como si la tensión se hubiese aferrado a sus músculos y no quisiera liberarla.

Sin permitirse pensar demasiado, recogió el bajo de su falda y comenzó a subir las escaleras. Cada peldaño crujió bajo su peso. La oscuridad se adueñaba de la estancia, el pasillo se convertía en un laberinto que se cernía en torno a ella. La débil luz parpadeante de la vela, apenas alcanzaba a dibujar sombras erráticas contra la pared.

Al llegar al último tramo, algo se movió. De entre las sombras emergió una figura masculina.

El aliento se detuvo en su garganta. Dio un paso atrás y una corriente gélida rozó su rostro.

Levantó la vela, pero la llama vaciló, y un hilo de cera caliente se deslizó por sus dedos. La figura pareció inclinarse hacia adelante observándola. Entonces, algo cayó al suelo. El sonido rompió el hechizo y Adeline dejó escapar un grito sofocado.

Cuando alzó la vista, aquella silueta había desaparecido. Allí, flotando suavemente en la oscuridad, solo quedaba una cortina raída que colgaba de una ventana rota, agitada por el aire helado que se filtraba desde el exterior.



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En el texto hay: romance gotico

Editado: 20.01.2025

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