Sangre y rosas

2

El chisporroteo del fuego era lo único que rompía el silencio pesado que se había instalado en la cocina. Adeline seguía inmóvil, con los codos apoyados sobre la mesa y las palabras de su madre girando en su mente como un torbellino. Sus dedos tamborileaban suavemente sobre la madera, un movimiento mecánico, casi inconsciente.

Harriet, en cambio, se mantenía ocupada removiendo la sopa, aunque sus movimientos eran lentos y torpes, como si algo invisible le pesara sobre los hombros. De vez en cuando, lanzaba rápidas miradas hacia la ventana. La oscuridad del bosque parecía acechar más cerca que nunca, al igual que un depredador al borde de atacar.

—¿No crees que ya debería estar aquí? —murmuró Harriet, sin apartar los ojos de la puerta.

Adeline parpadeó, como si las palabras de su madre la arrancaran de su trance. Su voz tardó un segundo en salir.

—Padre siempre tarda más cuando llueve —respondió, aunque notó que su propia voz era más débil de lo que esperaba.

La lluvia golpeaba con fuerza los cristales, creando un sonido irregular, casi inquietante. Adeline se removió en su asiento; no recordaba una noche tan cerrada como aquella.

Harriet suspiró, dejando la cuchara de madera junto al cazo con un golpe seco. Se giró hacia su hija, aunque evitó mirarla directamente a los ojos.

Antes de que pudiera pronunciar palabra, Bandido, el perro de la familia, un mestizo de pelaje desaliñado, comenzó a ladrar alegremente mientras movía el rabo en dirección a la puerta. De repente, esta se abrió de par en par, dejando que una ráfaga de viento helado invadiera la estancia.

En el umbral apareció Roger. La tenue luz del fuego proyectaba sombras que deformaban su figura, haciéndolo parecer más un espectro que un hombre real.

—¡Me tenías preocupada, Roger! —exclamó Harriet, mientras se secaba las manos apresuradamente en el delantal.

Él no respondió de inmediato. Cerró la puerta con un leve empujón, acarició al perro y avanzó un par de pasos. La luz de la lámpara reveló su rostro cansado, marcado por arrugas que parecían haberse acentuado en un solo día. Su pelo húmedo se pegaba a la frente, y las botas mojadas dejaron un rastro de barro en el suelo de madera. Un leve olor a tierra mojada y frío se mezcló con el aroma cálido del fuego encendido.

Sin decir palabra, dejó caer su capa empapada sobre una silla. Las gotas resbalaron hasta el suelo sin hacer ruido. Inclinándose con dificultad, desabrochó las botas endurecidas por el barro congelado y las dejó a un lado, una tras otra, con golpes sordos.

Finalmente, se dejó caer junto al fuego. El banco crujió bajo su peso mientras se inclinaba hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas. Estiró las manos hacia las llamas, pero sus dedos torpes y entumecidos apenas respondían. Intentó frotarlas, produciendo un sonido seco, una fricción inútil que no lograba disipar el frío que parecía haberse instalado en sus huesos.

Harriet lo observó con inquietud desde la distancia, pero no dijo nada.

Cuando Roger al fin habló, su voz era grave y áspera, como si cada palabra pesara toneladas.

—Será un invierno duro...

El silencio cayó sobre la habitación como una losa. Harriet abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. Roger continuó, esta vez con la mirada fija en las llamas.

—Demasiada lluvia al final de la temporada. —Hizo una pausa, pasándose una mano por el rostro, como si el gesto pudiera borrar el agotamiento que lo invadía—. La mitad del grano germinó antes de tiempo. Las patatas... —Su voz se quebró un instante—. Se echaron a perder. Apenas nos queda suficiente para unas semanas.

Adeline desvió la mirada hacia el fuego, sus pensamientos volviendo a girar en espiral. Harriet, con las manos apretadas alrededor del delantal, se acercó un paso hacia él, pero volvió a detenerse, como si no supiera qué hacer o decir.

Fuera, la lluvia seguía cayendo con una furia que no daba tregua.

Harriet apretó los labios, dejando que el silencio se estirara unos segundos, como si intentara calcular el peso de las palabras de Roger. Sabía que las cosas estaban mal, pero no había imaginado que la situación fuera tan desesperada.

—¿Intentaste hablar con Hartridge? —preguntó al fin, con un hilo de voz, casi temiendo la respuesta.

Roger asintió sin mirarla, los ojos aún fijos en el fuego.

—Sí... pero esta vez no quiso escuchar razones. Dice que todos en el pueblo están igual.

La habitación quedó en silencio, salvo por el viento que se colaba por las rendijas de la puerta y el aire helado que parecía deslizarse hasta los huesos. Harriet se acercó a Roger y le apretó el brazo con fuerza, un gesto mudo que trataba de transmitir algo que ni ella misma entendía: consuelo, desesperación, quizá ambas cosas.

—Todo se arreglará —murmuró, aunque sabía que esas palabras eran una promesa vacía.

Cuando la cena estuvo lista, Harriet sirvió la sopa en cuencos de barro. El aroma cálido llenó la estancia, pero no logró aliviar la atmósfera pesada. Adeline, sentada a la mesa, removía el caldo sin probarlo. Su mente estaba atrapada en otro lugar. La historia que su madre le había contado sobre la vieja mansión volvía a aparecer, junto con el recuerdo de aquella figura que había creído ver en lo alto de la escalera.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Pensó en el pozo, en la cuna vacía y en el llanto fantasmal que decían escucharse en las noches más frías. Pero no se atrevía a hablar de ello. No quería inquietar a su madre ni cargar a su padre con algo tan trivial cuando ya tenían demasiadas preocupaciones.

La voz de Roger rompió el silencio:

—El señor Hartridge exige que saldemos la deuda cuanto antes.

Adeline alzó la vista justo a tiempo para ver a Harriet detenerse a medio movimiento. Su rostro, siempre fuerte, parecía ahora hecho de piedra. Dejó el cuchillo sobre la mesa con un golpe seco y miró a Roger, con los ojos llenos de una preocupación contenida.



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En el texto hay: romance gotico

Editado: 25.01.2025

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