El amanecer llegó arrastrando un frío punzante, apagando las últimas brasas de la chimenea. Adeline permanecía sentada al borde de la cama, con la mirada fija en el resplandor moribundo del fuego. Su rostro estaba húmedo, aunque no recordaba en qué momento habían cesado las lágrimas. Afuera, el viento había amainado, dejando un aire pesado, saturado del olor de hojarasca mojada y musgo.
Por un instante, el peso en su pecho la instó a quedarse inmóvil, a dejar que el día transcurriera sin ella, como si el tiempo pudiera detenerse en ese cuarto. Pero las paredes parecían acercarse, cerrándola en un espacio demasiado pequeño para su respiración entrecortada.
De repente, se puso de pie. La opresión en su pecho no desapareció, pero al menos moverse le dio una ilusión de control. Sus manos temblorosas ajustaron el corpiño del vestido mientras su mente se llenaba de pensamientos rápidos y desordenados: necesitaba salir, escapar de las miradas preocupadas, de las palabras cargadas de resignación.
Bajó las escaleras con pasos rápidos, casi tropezando en su prisa. Desde la cocina, las voces de sus padres llegaban como un murmullo apagado.
—¿Y si le damos más tiempo? —preguntó Harriet, su tono suplicante.
—No hay tiempo, Harriet. —La respuesta de Roger fue un susurro lleno de cansancio—. Esto no va a mejorar.
Adeline se detuvo al pie de las escaleras, con los dedos aferrados al pasamanos. Cerró los ojos un instante, intentando calmar el temblor que le subía por la garganta. Pero su cuerpo seguía tenso, como una cuerda a punto de romperse.
Respiró hondo, carraspeó y dio un paso adelante. El leve sonido de su garganta rompió el hilo de la conversación en la cocina. Al entrar, sus padres se giraron hacia ella. Harriet esbozó una sonrisa forzada, pero sus ojos la estudiaban con una mezcla de preocupación y culpa.
—Buenos días, hija. ¿Quieres desayunar? Hice pan fresco —dijo Harriet, con una amabilidad que sonaba desesperada.
—No tengo hambre —respondió Adeline sin detenerse, dirigiéndose al perchero donde colgaba su capa y su cesta de mimbre.
—¿A dónde vas tan temprano? —preguntó su madre, intentando sonar casual, aunque su voz traicionaba un leve temblor.
—Voy al bosque, a buscar setas —contestó Adeline, con un tono que pretendía firmeza, pero sonó más como una súplica encubierta.
Harriet avanzó un paso hacia ella, pero se detuvo al notar la rigidez en los hombros de su hija. Roger, desde la mesa, la observaba en silencio, sus ojos buscando entender algo que no se atrevía a preguntar.
—¿Setas? —repitió Harriet, con un intento débil de distraer la tensión. Adeline asintió, ajustándose la capa.
—Necesito salir... necesito aire. Solo será un momento.
El tono quebrado en sus palabras era suficiente para que ambos entendieran lo que no se atrevía a decir: necesitaba escapar. Harriet intercambió una mirada rápida con Roger, un acuerdo tácito que se transmitió en silencio.
—Al menos llévate algo para el camino —dijo Harriet, rompiendo la quietud. Rápidamente envolvió un trozo de pan tibio en un paño limpio y lo colocó en la cesta de Adeline. Su mano rozó la de su hija al hacerlo, y por un instante pareció querer detenerla, pero se contuvo.
—Gracias —murmuró Adeline, sin levantar la mirada.
—Abrígate bien. El aire está frío esta mañana —añadió Harriet, su voz más suave, casi un susurro.
—Vuelve pronto —pidió Roger, desde la mesa—. Te necesitaré más tarde en el granero.
Adeline asintió sin responder. Se colocó la capa y avanzó hacia la puerta. Antes de abrirla, se detuvo un instante, sus dedos jugando con el borde de la cesta. Respiró hondo, intentando llenar el vacío en su pecho, pero solo encontró más ansiedad.
Afuera, el frío la recibió con fuerza, pero lejos de molestarla, lo sintió casi como un alivio. Al menos, allí fuera, no tendría que cargar con las miradas pesadas de sus padres. Mientras avanzaba hacia el bosque, escuchó detrás de ella la voz de Harriet, un susurro apenas audible para Roger:
—Déjala. Necesita espacio.
Adeline no se giró. Se permitió sentir el aire helado en su rostro mientras sus pasos la llevaban hacia la maleza. No sabía si encontraría setas, pero en ese momento lo único que importaba era moverse, alejarse, aunque fuera por unas horas.
Sus botas aplastaban la hojarasca húmeda que cubría el sendero, produciendo un crujido apagado que se fundía con el murmullo del viento entre las ramas desnudas. Cada paso era un acto de resistencia, no contra el terreno, sino contra el nudo que le apretaba la garganta, estrangulando cada intento de mantener la calma. Parpadeó varias veces, tratando de contener las lágrimas, pero sus ojos comenzaron a arder, y el peso en su pecho se volvió insoportable. Solo el avance, lento y doloroso, la mantenía de pie.
El bosque se cerraba a su alrededor, los troncos de los hayedos y robles proyectaban sombras alargadas que parecían entrelazarse para impedirle el paso. La humedad del aire helado hacía que su respiración formara nubes irregulares, como si su propio aliento escapara con esfuerzo.
El sendero la llevó a un claro cerca de la colina donde se alzaba la mansión Thornston. La oscura silueta del edificio era visible entre las copas desnudas, como un espectro que vigilaba desde las alturas. Allí, un tronco caído cubierto de musgo verde pareció invitarla a detenerse. Sus piernas vacilaron, y antes de pensarlo, se dejó caer sobre él, agotada.
Sin previo aviso, las lágrimas brotaron de sus ojos. Esta vez no trató de detenerlas. Un sollozo desgarrador escapó de su garganta, estremeciéndola por completo. Sus manos se hundieron en el musgo húmedo del tronco, buscando un ancla en medio del torbellino de emociones que la arrastraba.
El bosque parecía absorber su pena, inmóvil y expectante. Sus sollozos se desvanecían en el aire frío, mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro y se perdían en la tierra. Estaba atrapada en un abismo de desesperación, tan profunda en su tormento que casi no percibió el primer sonido.