Sentado sobre el viejo tronco caído, dejó que sus pensamientos vagaran entre los susurros de las hojas y el crujir lejano de las ramas. Jeremiah había aprendido a no cuestionar aquellas premoniciones; le resultaban tan naturales como respirar, aun cuando no siempre comprendía su origen ni su propósito. Desde niño, había sentido cosas que escapaban a la lógica, pequeños destellos de intuición que, con los años, se habían convertido en parte de su ser, de la que nunca hablaba.
Había sentido el desasosiego de Adeline antes siquiera de verla. Y ahora, aquella tensión lo mantenía con los ojos fijos en el sendero oculto entre las sombras. Sabía que debía estar allí y sabía que ella se presentaría.
El sonido de pasos acelerados quebró la calma y un leve eco resonó en su pecho.
Su figura emergió de entre el follaje, envuelta en la luz tamizada del ocaso. Su cabello castaño, agitado por la brisa, parecía enredarse con el aire mismo. La expresión tensa en su rostro y el leve fruncir de sus labios, revelaba una agitación apenas contenida. Sus miradas se encontraron y se detuvo en seco. La sorpresa en sus ojos dio paso rápidamente a algo más áspero: incomodidad, tal vez irritación. Jeremiah notó cómo su cuerpo se tensaba aun más, como tragaba saliva, en un fallido intento de encajar esa intromisión.
-¿Qué demonios hace aquí? -inquirió con frialdad.
Con una calma estudiada, Jeremiah se puso de pie y con un leve ademán, cedió aquel asiento improvisado. Deslizó las manos por las mangas de su abrigo, alisando las arrugas invisibles con un gesto deliberado. Su expresión permaneció serena, pero sus ojos reflejaban un brillo que no lograba ocultar del todo. Inclinó la cabeza apenas unos grados, permitiendo que el silencio se prolongara un instante más.
-Esperarla. Sabía que vendría --respondió al fin, con la voz contenida.
-¿Esperarme? -replicó alzando una ceja con incredulidad. Su mirada escéptica lo recorrió, como si buscara una grieta en su fachada, convencida de que se burlaba de ella.- ¿Cómo podría esperarme si ni yo misma sabía adónde me llevarían los pies?
El esbozo de una sonrisa, apenas perceptible, se dibujó en los labios de Jeremiah.
-Supongo que fue la intuición quien me trajo hasta aquí - comentó con un leve encogimiento de hombros, restándole importancia.
Adeline se quedó parada por un momento. Luego, sin decir palabra avanzó hacia el tronco y se sentó en él.
-Pensé que estaría sola -confesó ella tras un momento de vacilación. Su tono, antes cortante, ahora sonaba más sereno, casi desarmado por completo.
-¿Le incomoda mi compañía? -inquirió él, inclinándose ligeramente hacia adelante, en un gesto que equilibraba cortesía e interés. Seguidamente,
retrocedió un par de pasos, concediéndole el espacio que parecía reclamar.
Adeline alzó la mirada, y por un instante, la dureza de su expresión se quebró, dejando entrever una fragilidad que luchaba por mantener oculta.
-No. Supongo que prefiero no sentirme tan sola... al menos por ahora.- Admitió, tomandolo por sorpresa.
Jeremiah la observó un momento antes de responder, dejando que las palabras tomaran forma con cuidado.
—Es un alivio, porque lo cierto es que me habría quedado igual, aunque tuviera que soportar su desdén un rato más. Me temo que no soy muy bueno aceptando invitaciones indirectas para irme.
Adeline dejó escapar algo que se asemejaba a una risa, breve y contenida. Bajó la mirada hacia las hojas secas que alfombraban el suelo, arrastradas por el viento en remolinos juguetones. Sus dedos, delgados y nerviosos, jugueteaban con el dobladillo de su vestido, un gesto casi imperceptible que delataba la inquietud que Jeremiah había aprendido a reconocer, reflejo de pensamientos que ella prefería guardar.
El silencio se extendió entre ambos, un respiro antes de que ella hablara. Él la observaba, cautivado por la contradicción que ella encarnaba. A simple vista, Adeline parecía frágil, pero bajo su figura delicada y piel suave latía una fuerza inesperada. Sus ojos, de un verde oscuro, cargaban una melancolía profunda, mientras sus labios rosados acentuaban la tristeza dibujada en su expresión. En su belleza había algo trágico, una perfección rota por un peso que no correspondía a alguien tan joven.
Una extraña punzada en el pecho, le obligó a desviar la mirada. Sin embargo, incapaz de permanecer callado por más tiempo, rompió el silencio con una pregunta que sabía innecesaria.
-¿Está bien?
Adeline levantó la vista lentamente. Sus ojos brillaban por las lágrimas contenidas que luchaban por no desbordarse. Parecía a punto de asentir, cuando su interior se desmoronó y las palabras comenzaron a escaparse de sus labios con un susurro ahogado.
—Mañana... el señor Hartridge vendrá a mi casa para ultimar los detalles de nuestro matrimonio.
El peso de aquellas palabras cayó entre ellos como una losa invisible, implacable. Jeremiah sintió el impacto en su pecho antes incluso de que ella terminara de hablar. La desesperanza que se filtraba en la voz de Adeline lo envolvió, arrastrándolo como una marea oscura. Aspiró profundamente, tratando de estabilizarse, pero el torrente de emociones lo sobrepasó como siempre lo hacía.
No era solo su dolor. Era también el suyo.
Aquella sensibilidad, ese extraño “don”, como algunos lo llamaban, lo había acompañado desde niño, y no podía deshacerse de ella. Las emociones ajenas lo golpeaban con una fuerza que le quitaba el aire, y en momentos como este, se convertían en una maldición.
Adeline estaba rota por dentro, y Jeremiah lo sintió como si fuera su propia alma la que se desmoronaba. Cerró los ojos y, al hacerlo, las imágenes llegaron, caóticas y voraces.
Primero, un frío despiadado lo atravesó, helándole los huesos. Adeline apareció en su mente, atrapada en un vestido nupcial gris que parecía absorber toda su vida. Las rosas en sus manos se deshacían, dejando un rastro de pétalos marchitos sobre un suelo envuelto en podredumbre. Las telas del vestido se transformaban en cadenas invisibles, apretándole el cuello mientras sombras sinuosas la arrastraban hacia un pantano oscuro. Su grito quedó suspendido en el aire, ahogado por la nada.