Un sudor frío resbalaba lentamente por la espalda de Adeline mientras sus manos temblorosas intentaban sostener la tetera. Se esforzó por aparentar serenidad al verter el té en la taza del hombre al que aborrecía con cada fibra de su ser.
Hartridge, acomodado en el sillón de Roger como si ya formara parte de aquella casa, la observaba. Sus ojos recorrieron cada detalle de la joven, deleitándose con el poder que creía tener en sus manos. La piel de Adeline ardía, no de vergüenza, sino de una furia contenida que debía seguir reprimiendo a toda costa.
Cuando el té estuvo finalmente servido y ella se retiró unos pasos, el hombre decidió que había llegado el momento de hablar.
—La ceremonia debe realizarse cuanto antes. Dos semanas bastarán para los preparativos. Nada extravagante, por supuesto —sentenció con la arrogancia.
Desde su lugar, Harriet levantó la vista y con un tono cuidadoso, intentó apelar a la razón del invitado.
—Señor Hartridge, si me permite... ¿No sería más sensato esperar hasta la primavera? El clima será más favorable, y tendríamos tiempo suficiente para organizar algo más acorde con la ocasión. Sería lo más apropiado para nuestros invitados.
Los ojos del hombre se entrecerraron en una simulación de reflexión, pero la tensión en su mandíbula revelaba su impaciencia.
—Eso está fuera de toda consideración, señora Brooks. La primavera queda demasiado lejos. Además... —hizo una pausa deliberada, dejando que el peso de sus palabras se asentara como una amenaza velada—, los rumores ya corren. Ver a su hija deambulando sola por el mercado o paseando por el bosque no contribuye precisamente a la reputación de una dama virtuosa.
Adeline sintió aquel juicio como un golpe, brutal y certero. La sala, que ya antes era un entorno incómodo, se volvió sofocante.
Sin mostrar el menor atisbo de compasión, Hartridge prosiguió, indiferente al impacto de sus palabras.
—Lo último que deseo —añadió, tamborileando los dedos con una exasperante lentitud sobre el brazo del sillón— es que mi buen nombre, o el de su familia, se vea arrastrado por habladurías. Una vez casada, Adeline estará bajo la guía y supervisión adecuadas. Así se pondrá fin a cualquier comentario innecesario.
El eco de aquella afirmación resonó en la mente de Adeline, cada sílaba más humillante que la anterior. Apretó los puños con fuerza, deseando hablar, replicar, devolverle el golpe, pero la mirada suplicante de su madre y la sombra de aquel futuro impuesto se lo impidieron. En aquel momento, entendió que, a ojos de Hartridge, no era más que una pieza en su juego. Y lo que más la enfurecía era saber que él lo sabía.
—Entiendo su preocupación, señor Hartridge —replicó Roger con voz firme, procurando mantener la serenidad—, pero lo más sensato sería concedernos el tiempo necesario para que todo se lleve a cabo como corresponde. Una boda precipitada podría generar exactamente las mismas habladurías que usted pretende evitar.
Por un instante, Adeline creyó que aquellas palabras harían mella en Hartridge. No obstante, él apenas esbozó una sonrisa, un gesto tenso y vacío, cargado de una condescendencia tan calculada que resultaba insultante. Cruzó las piernas con estudiada parsimonia, como si considerara que cualquier intento de razonamiento no merecía su atención.
—Lo que usted llama precipitado, señor Brooks, yo lo defino como inevitable. —Su mirada glacial, se deslizó primero hacia el padre de Adeline y, luego, se posó en ella, como una amenaza velada que no necesitaba palabras para ser comprendida—. Cuanto antes se concrete este matrimonio, antes quedará saldada vuestra deuda. No olvide que el invierno no perdona a los indecisos.
El sonido seco de la taza al ser depositada con fuerza sobre la mesa rasgó el aire, instaurando un silencio insoportable.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —inquirió Hartridge con un tono que simulaba cortesía, aunque la sentencia ya estaba implícita en su expresión de triunfo.
El señor Brooks se removió en su asiento, visiblemente acorralado. Finalmente, asintió con un movimiento casi imperceptible. Hartridge esbozó una sonrisa de victoria, una curvatura de los labios que a Adeline le revolvió el estómago. Sabía que había ganado y no ocultaba el deleite que aquello le producía.
La joven no pudo soportarlo más. Se levantó bruscamente, atravesando la sala con pasos rápidos y decididos. Se detuvo frente a la ventana, sus manos temblorosas se aferraron al cortinaje. Con un gesto brusco, apartó las cortinas, dejando que el aire helado se colara por la rendija. Por un instante, aquella bocanada de aire gélido le pareció más respirable que la atmósfera de la estancia.
—Espero que esté lista, señorita Brooks. Nuestra boda será el evento del año —anunció Hartridge, impregnando su voz de una satisfacción apenas disimulada.
Adeline apretó los labios con fuerza, conteniendo a duras penas el impulso de replicar. La presión en su pecho aumentaba con cada palabra del hombre, pero se obligó a mantener la compostura. Con la mirada fija en el horizonte, buscó un resquicio de calma en la lejanía, un escape mental que le ayudara a soportar aquella conversación.
Justo entonces, un sonido inesperado irrumpió en la sala: tres golpes firmes resonaron en la puerta principal.
Hartridge, fastidiado por la interrupción, frunció el ceño antes de ordenar con tono imperioso:
—¡Niña! Abra la puerta.
Adeline giró lentamente la cabeza hacia él, manteniendo una expresión impasible, aunque por dentro hervía de furia contenida. Sin decir palabra, se dirigió a la entrada, consciente de que cada paso que daba era seguido por la mirada altiva de Hartridge, disfrutaba de aquel dominio que creía tener sobre ella.
Cuando abrió la puerta, un nombre escapó de sus labios, cargado de incredulidad:
—¡¿Jeremiah?! —La sorpresa en su voz delataba el desconcierto que sentía ante aquella aparición inesperada—. ¿Qué hace aquí?