El amanecer deslizaba un gris perlado sobre las colinas, una luz tenue que prometía otro día gélido y desolador. La casa, envuelta en un silencio pesado, se negaba a dejar escapar los ecos de lo ocurrido la noche anterior. Ni siquiera el crepitar del fuego en la chimenea conseguía disipar esa atmósfera cargada de pensamientos no pronunciados.
En la cocina, Harriet, inclinada sobre el caldero colgado sobre las brasas, removía con meticulosa precisión las últimas patatas del desván. Su rostro, tenso y sombrío, revelaba el peso que cargaba desde la víspera. Cada tintineo de la cuchara contra el hierro parecía resaltar el vacío entre ellas.
Desde la ventana, Adeline observaba a su padre, encorvado sobre el gallinero. Revisaba los nidos con una insistencia que poco tenía que ver con las aves. Más que una tarea, parecía una excusa para evitar cruzar miradas. Ella entendía su evasión, aunque el nudo en su pecho no dejaba de apretarse cada vez que lo veía alejarse de cualquier confrontación.
Intentó concentrarse en la tarea frente a ella. Las medias sobre su regazo mostraban un desgarrón que exigía una atención precisa, pero sus manos no respondían. Las puntadas salían torcidas, irregulares, y los nudos aparecían sin control. No era solo la labor lo que la frustraba; era el caos que se arremolinaba en su mente. Cada vez que intentaba serenarse, las palabras de Jeremiah, volvían a colarse en su memoria, retumbando con insistencia: "La boda será en primavera." Aquella frase, dicha con tanta seguridad, seguía encendiendo en ella una chispa de indignación, ira, desconcierto y alivio, que le impedía pensar con claridad.
El constante trajinar de su madre junto al caldero y las sombras que se movían tras la ventana parecían llenar el espacio de una tensión difícil de soportar. Adeline percibía el juicio en cada rincón, una carga que la mantenía alerta, recordándole a cada instante lo que había provocado. Había fallado a quienes más amaba, imponiéndoles una vergüenza que no podían permitirse, y ahora se encontraba comprometida con un hombre al que apenas conocía, por el que no sentía afecto ni desprecio, solo un desconcierto que la mantenía en vilo.
Cada minuto que transcurría aumentaba su inquietud. No podía quedarse allí, prisionera de esa atmósfera cargada de reproches nunca pronunciados. Necesitaba salir, buscar un respiro lejos de esas paredes que solo avivaban su sensación de haberlo arruinado todo.
De pronto, se puso de pie con un movimiento repentino, casi involuntario. Las medias resbalaron de su regazo y quedaron olvidadas junto a la mesa. Tenía que salir, encontrar a Jeremiah y enfrentarlo. Exigirle una respuesta: ¿por qué había tomado una decisión tan precipitada sin preguntarla? ¿Por qué idear un plan tan absurdo antes de revelar su verdadera identidad? Se sentía torpe, desorientada, como si de repente todo lo que creía seguro se desmoronara a su alrededor. No sabía exactamente qué buscaba ni qué pasos seguir, solo que quedarse allí, atrapada entre sus propios pensamientos y las miradas de sus padres, era sencillamente imposible.
-Madre, voy a recoger algunas ramas en el bosque. Nos harán falta hasta que padre pueda ir a cortar leña.
Harriet se giró lentamente, sus facciones endurecidas por los años y el peso de demasiadas preocupaciones. Sus ojos la examinaron con esa mezcla habitual de desconfianza y reproche.
-¿Otra vez al bosque, Adeline? -su tono, bajo pero afilado, la hizo tensarse - ¿No bastan ya los problemas que nos han traído tus idas y venidas?
Adeline respiró hondo antes de responder, esforzándose por sonar firme:
-Nos harán falta si esta helada persiste. Serán solo las suficientes para el día.
Harriet apretó los labios, visiblemente insatisfecha, pero no replicó de inmediato. Tras un instante de duda, sacudió la cabeza con resignación.
-Que sea rápido. Y esta vez no olvides el haz de ramas -advirtió, volviendo su atención al caldero humeante.
Adeline no esperó más. Se acercó al perchero y tomó su capa de lana gastada, una cuerda y la pequeña cesta.
El aire helado la golpeó al cruzar el umbral, cortante y abrasador como un látigo. Adeline apretó el paso, ajustándose la capa al cuello y cubriéndose la cabeza, decidida a escapar lo antes posible de aquella casa cargada de reproches y expectativas incumplidas. No le preocupaba que alguien cuestionara su salida; mientras volviera con suficientes ramas para el fuego, nada se interpondría en su camino. Pero en el fondo sabía que esa no era la verdadera razón por la que había salido.
El bosque que se alzaba ante ella no era solo un refugio; hoy, era el escenario de una confrontación que ya no podía evitar. Jeremiah estaría allí, o eso esperaba, y esta vez no lo dejaría ir hasta que le diera respuestas. Necesitaba entender qué clase de hombre, o de monstruo, era realmente.
Las hojas secas crujían bajo sus botas, cada sonido como un eco en la quietud del paisaje. Avanzaba con paso firme, pero en su mente las palabras se entrelazaban y se repetían, como un mantra que no podía callar. No podía permitirse dudar. No esta vez.
Irrumpió en el claro, el aire helado mordiendo su piel mientras apartaba la maleza con brusquedad. El frío le calaba hasta los huesos, pero su furia era un fuego que la mantenía firme. Su mirada, llena de rabia contenida, se centró en la figura de la mansión, que se erguía imponente, tan fría y distante como su futuro. No podía esperar más. Ya no quería esperar.
-¡Jeremiah! -su voz cortó el silencio como una cuchilla, firme y llena de furia, pero no hubo respuesta.
Siguió avanzando, llamándole a gritos a su paso, hacia el camino de piedra que llevaba hasta la mansión. Su corazón latía en sus oídos mientras las paredes de su mente se cerraban sobre ella, empujándola hacia la confrontación. Las palabras que había ensayado en su cabeza ya no servían; algo más profundo y urgente la movía.
La verja estaba abierta, como si él esperara su visita. Adeline cruzó el umbral, dejando atrás los rosales que había admirado tantas veces, finalmente lo encontró al lado de un acebo