El sol apenas comenzaba a disipar la escarcha que cubría la tierra, y el aire frío convertía el aliento en pequeñas nubes de vapor. Roger, frente al cobertizo, alzó el hacha con movimientos firmes y precisos, dividiendo un tronco grueso en pequeños pedazos que cayeron al suelo con un crujido seco. Su rostro, endurecido por años de trabajo, mostraba una concentración tranquila, casi meditativa, mientras la madera cedía bajo su esfuerzo.
El retumbar lejano de ruedas interrumpió el ritmo de los golpes. Roger se detuvo, el hacha suspendida un momento en el aire, y giró la cabeza hacia el camino que bajaba por la colina. Un carruaje oscuro avanzaba despacio, dejando profundas marcas en el barro húmedo, el crujido de sus ruedas mezclándose con el jadeo de los caballos.
Bandido, que descansaba a su lado alzó las orejas y salió disparado saliendo al encuentro del carruaje, deteniéndose a unos pasos del conductor con movimientos curiosos y cautelosos.
Roger dejó el hacha clavada en un tronco y se limpió las manos en los pantalones antes de avanzar hacia el camino. Su andar era lento, medido, pero sus ojos escudriñaban al visitante con interés. Cuando el carruaje se detuvo, el perro dio un par de vueltas alrededor antes de sentarse, observando con atención.
El hombre que descendió del carruaje tenía un porte pulcro, con un abrigo grueso que lo protegía del frío y botas que apenas se hundían en el barro.
-Buenos días, señor Brooks -saludó, inclinando levemente la cabeza en señal de respeto.
-Buenos días -respondió Roger, con un ligero asentimiento, mientras metía las manos en los bolsillos de su chaqueta para protegerlas del frío-. ¿Qué lo trae por aquí?
-Traigo un mensaje para usted -dijo el hombre, sacando un sobre lacrado del bolsillo del abrigo. Extendió la mano y esbozó una ligera sonrisa al encontrarse con Roger. Su tono era educado, pero había en él una seriedad que captó la atención de Roger.
Roger tomó el sobre con cuidado, sus dedos, endurecidos por el trabajo, acariciaronla cera del sello. Miró al hombre por un instante, como si buscara alguna explicación más.
-Es de parte del señor Thurnston -añadió el mensajero, respondiendo a la pregunta que no se había formulado en voz alta.
Roger asintió lentamente, manteniendo su mirada fija en el sobre antes de levantarla hacia el hombre.
-Gracias -dijo finalmente, con un tono más cálido, cargado de incertidumbre.
El mensajero hizo un gesto breve de despedida, volviendo al carruaje mientras Roger se dirigía hacia la casa. El perro lo siguió, olfateando el suelo donde las ruedas del carruaje habían dejado profundas marcas en el barro.
Desde la ventana, Adeline observó cómo su padre cruzaba el umbral con el sobre en la mano, cerrando la puerta con un golpe que resonó en la estancia. Ella, que estaba secando un par de utensilios junto al fuego, dejó lo que hacía al instante.
-¿Qué es, Roger? -preguntó su madre desde el otro lado de la cocina, dejando el balde con agua a un lado mientras se secaba las manos en su delantal.
-Es de Thurnston-.respondió. El aire abandonó los pulmones de Adeline, mientras Roger caminaba hasta la mesa del comedor. Rompió el sello con cuidado, desplegando el papel. El silencio en la habitación se volvió pesado mientras sus ojos recorrían las líneas escritas.
Adeline se acercó un paso, sus manos aún húmedas del trabajo. La tensión en el rostro de su padre la hizo contener el aliento.
-. La deuda con Hartridge... está saldada.-murmuró Roger finalmente, levantando un segundo papel adjunto.
Adeline no esperó una explicación. Se adelantó y tomó la carta de las manos de su padre, apretándola con fuerza. Sus ojos recorrieron la pulcra caligrafía, que parecía casi burlona en su simplicidad:
"La deuda con Hartridge ha sido liquidada. Vuestra familia es libre.
-J.T."
Apretó la carta contra su pecho, sus pensamientos se desbordaron. Libre. La palabra parecía un sueño demasiado grande para ser cierto. Sin embargo tenía un peso que quemaba, ya no había cadenas que la amarraran a Hardtridge pero aun estaba atada.
-¿Adeline? -preguntó su madre, alarmada, al verla moverse rápidamente hacia la puerta.
Sin responder, Adeline tomó su capa y se la echó sobre los hombros. Abrochó los broches con dedos temblorosos, pero su mirada estaba fija más allá de las paredes de la casa.
-Adeline, ¿a dónde vas? -la llamó su padre, pero ella ya había cogido su capa, abierto la puerta y salido al exterior.
El aire frío le cortó las mejillas, y su aliento formó nubes de vapor mientras avanzaba con pasos decididos. El perro, todavía excitado por la visita, corrió tras ella, ladrando alegremente.
La colina donde se alzaba la mansión Thurnston se dibujaba en la distancia, sus muros en construcción destacando contra el cielo pálido del invierno. Con la carta aún en la mano, Adeline apretó el paso. Las palabras escritas seguían resonando en su mente, y sabía que solo había un lugar donde buscar respuestas.
El sonido de las obras, martillos golpeando madera, gritos de órdenes entre los trabajadores, y el crujido de carretillas llenas de escombros se mezclaban con el aire fresco del día. La mansión, aunque estaba muy lejos de estar terminada, pero la obra de su nueva cárcel había comenzado. Adeline se detuvo un momento al llegar al borde del claro, contemplando el escenario. Los hombres trabajaban sin descanso, algunos reparando las ventanas, otros cargando materiales desde un carruaje que había llegado del pueblo vecino.
En medio del caos, Jeremiah Thurnston caminaba entre los trabajadores, deteniéndose junto a un hombre que intentaba ajustar una viga mal alineada. Sin necesidad de alzar la voz, señaló el error con un movimiento brusco de la mano, y el trabajador, nervioso, corrigió de inmediato. Avanzó hacia una carretilla volcada, donde, sin esperar ayuda, la enderezó con un movimiento firme y volvió a cargarla. Sus botas estaban manchadas de barro y el aliento salía en ráfagas blancas. A pesar del frio su presencia imponía un ritmo constante a la obra.