Santa Ritas

8. Despedida

Antonio perdió el viejo libro de sus orígenes en una mudanza. Su madre lo había resguardado durante años, así como lo hicieron sus antepasados, quienes, además, agregaron comentarios o notas para aquellos futuros sucesores del don.

Aunque no se trataba de una guía sino más bien de una recopilación de mitos y leyendas, el joven lo atesoraba como si fuera la mayor fuente de respuestas a todas sus dudas. Podía pasar horas acariciando el relieve de las anotaciones o las esquinas descascaradas del lomo. Había varias páginas con rasgaduras en los márgenes del extremo interior, debido a la antigüedad y el excesivo uso de dueños anteriores, por lo que el joven procuraba navegar entre ellas con tanto cuidado que hasta su madre se exasperaba.

Él estaba seguro de que lo había guardado junto a los otros libros de la pequeña biblioteca familiar. Sin embargo, al ordenarlos en su nuevo hogar definitivo, no lo encontró. Revisó otras cajas. Nada. Destrozado, le preguntó a su madre. Cuando ella respondió de forma negativa, recordándole que él se había ofrecido a empacar todo lo que se encontrase en la biblioteca, aquel pequeño Antonio se desplomó en el suelo y lloró durante horas.

Nunca se sintió tan desolado como aquella vez hasta que comenzaron las dudas sobre cómo hablarle a Rita de su condición.

Ahora, en cambio, una oleada de esperanza nace desde el interior de su estómago y se extiende por su cuerpo como las ramas de las bugambilias. Por primera vez en mucho tiempo se siente libre, capaz de enfrentarlo y tan confiado del posible resultado que incluso la joven de madera, quien no termina de entender el asunto, nota el cambio drástico en él.

—Es hora. Debo irme.

Cuando se acerca para despedirse con un beso en la mejilla, ella lo detiene.

—Solo… espera —susurra con una dosis de dulzura que lo estremece.

El corte se desfigura en una curva hacia abajo. Mantienen el contacto visual mientras enreda sus ramas con sumo cuidado en el cabello enrulado, por encima de la oreja, quitándole así la flor morada que lo adornaba. Esta cae al suelo, pero ninguno de los dos hace amague de recogerla. Los pensamientos de Antonio esperan suspendidos en el aire. ¿Qué esperan?, ¿una señal?, ¿un movimiento? Sí, un movimiento. No se sumerge en las posibilidades, solo deja que los brazos viajen por debajo de los de ella para poder situar las manos en su espalda y aprisionar el cuerpo contra el suyo; el abrazo es rudo, desesperado, y la humedad de ambos causa cierta incomodidad. Hunde el rostro en su hombro, a pesar de los pequeños aguijonazos que le provoca la corteza astillada en la piel. No le importa. Ella corresponde el gesto con la mano libre, la otra continúa recorriendo los rulos azabaches. Sabe que él está sufriendo, la forma en que respira con cierta agitación lo delata, por lo que no se atreve a cerrar los dedos, o lo que pueda de ellos, en torno a su nuca.

El abrazo dura varios minutos. Antonio es el primero en alejarse.

—Gracias, en serio.

—¿Por qué me agradeces?

—Porque yo… —duda en plena frase. Carraspea y termina contestando—: Porque disfruté tu compañía.

«Y porque, sin ti, hubiese sido preso de mis miedos una vez más —piensa—. Gracias por salvarme, por recordarme que no soy un monstruo…, soy un hijo de Perséfone.»

—Está bien. Gracias a ti. —Antes de que él formule la pregunta, añade—: Por el nombre. Violette es mucho más bonito que Aberración.

Una pequeña carcajada se desprende de los labios del muchacho.

—Lo sé. Y lo siento de nuevo.

—Tu Rita tiene razón: te disculpas demasiado —dice. El tono es tan neutral que a él le cuesta entender si está reprochándole o no, así que prefiere ignorarlo.

—Sí, ella tiene razón casi todo el tiempo.

Intercambian una última mirada significativa. No hay más conversaciones triviales que atrasen la llegada de este momento. El muchacho susurra una despedida corta, simple. Ella lo imita.

Tarda un poco en iniciar la marcha fuera de allí. Cuando ya se encuentra varios metros lejos, mientras rodea los árboles que hizo crecer desde su primera vez en el Jardín, una lluvia de bugambilias moradas cae encima de él. Voltea, confundido. Sin embargo, la joven de corteza no está. El corazón se le encoge al presentir el porqué.

Toma una de las flores, pero la pobre se humedece con las lágrimas que brotan sin previo aviso.

—Hasta siempre, Violette.



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En el texto hay: historia corta, lecciones de vida, ansiedad

Editado: 12.08.2024

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