Se alquila Corazón

El hombre que no sonríe

El Hotel Morelli parecía más museo que hotel: mármol blanco, columnas altas, y un silencio tan pulido que daba miedo pisarlo.
Entré a las 7:53 a.m., porque si algo sabía de los hombres ricos era que la puntualidad para ellos era religión.

Caminé directo al ascensor y marqué el piso 14.
Mientras subía, respiré hondo.
Tenía que estar perfecta: vestido negro elegante, maquillaje suave, cabello suelto.
La novia perfecta… incluso sin novio.

Cuando las puertas se abrieron, lo vi.

Parado frente a un ventanal, de espaldas, las manos en los bolsillos del pantalón perfectamente planchado.
Un traje oscuro.
Postura impecable.
Presencia dominante sin necesidad de decir una palabra.

Dante Morelli.

Lo supe incluso antes de que se diera la vuelta.

—Llegas temprano —dijo con una voz tan fría que me recorrió la columna vertebral.

Se giró, y por un segundo olvidé cómo se respiraba.

Era hermoso, sí… pero no de la manera cliché.
Tenía esa belleza afilada, calculada.
Pómulos marcados, ojos grises como tormenta, mandíbula firme.
Ese tipo de rostro que no sonríe porque sabe que no necesita hacerlo.

—Me enseñaron a no hacer esperar a los clientes —respondí.

Él me observó de arriba abajo, sin disimulo, pero tampoco con morbo.
Era como si estuviera evaluando un objeto muy caro.

—No eres lo que esperaba —dijo.

—Usualmente soy mejor.
—Eso habrá que verlo.

Se acercó a una mesa rectangular donde había un contrato impreso.
Lo deslizó hacia mí.

—Antes de cualquier cosa, debes leer esto.

Tomé el documento.
Tenía más reglas que un manual de convivencia.
Reglas que iban desde horarios, frases clave, comportamientos específicos, hasta detalles como:

“Debes sostener mi mano cuando yo lo indique.”
“Ni un solo beso sin mi autorización.”
“Ningún comentario sobre mi familia.”

Tragué saliva.

—No suelo aceptar contratos de varios días —dije, levantando la mirada.

—Por eso estoy pagando el triple.

Cínico.
Directo.
Honesto de una forma brutal.

—¿Puedo saber para qué me necesita?
—Para convencer a un conjunto de personas muy importantes de que estoy en una relación estable.

—¿Por qué?
—No es tu problema.

Me quedé en silencio.
Tenía clientes reservados, sí, pero él parecía otra especie de humano.

—¿Quieres saber la verdad? —añadió, cruzando los brazos.

—Sería útil.
—Mi familia piensa que nunca voy a sentar cabeza. Y eso afecta mis posibilidades de dirigir la empresa.
La junta cree que soy… —se detuvo un segundo— demasiado solitario para liderar.

—¿Y lo eres?
—Totalmente.

Dijo eso sin vergüenza. Como quien admite que odia las manzanas.

—Lo que quiero de ti es simple —continuó—. Una novia convincente durante tres días. Viernes, sábado y domingo.
Cenas, fotos, interacciones. Pero todo debe parecer natural. Sin fallas.

—Entiendo.
—Dudo que entiendas.
—Oh, créeme —sonreí con ironía—. He sido novia falsa más veces que reales.

Un brillo fugaz pasó por sus ojos. No supe si era interés o molestia.

—Perfecto. Entonces sabrás que los errores no son aceptables.
—Lo sé.
—Y que una sola mala actuación puede arruinarlo todo.
—También lo sé.

Se acercó un paso más.
Demasiado cerca.

—¿Por qué quieres el trabajo? —preguntó.

No era normal que los clientes preguntaran eso.
Sentí un nudo en la garganta.

—Necesito el dinero —respondí, sin adornos.

Intercambiamos miradas.
Por un segundo, pareció analizar si mentía.

Finalmente, asintió.

—Firmas, y comenzamos.

Tomé la pluma.
Pero antes de firmar, dije:

—Yo también tengo reglas.

Una ceja suya se arqueó.

—Te escucho.

—Respeto.
—Lo doy.
—Nada personal fuera del contrato.
—Perfecto.
—Y si haces algo que me ponga en riesgo, me voy.
—No pasará.

Firmé.

Dante tomó el documento, lo dobló y lo guardó con una exactitud casi quirúrgica.

—Bienvenida al contrato, Abril Valencia.
—Un gusto ser tu novia, señor Morelli.

Él no sonrió. Era evidente que no lo hacía nunca.

—Ensayemos.

—¿Ensayar qué?
—Cómo voy a tomarte de la mano.

Sentí mi corazón saltar un segundo antes de que su mano rozara la mía.
No me había tocado todavía, pero ya podía sentir el efecto de su presencia.

Dante Morelli no era un hombre común.
No era un cliente más.
Y definitivamente… no era alguien que pudiera controlar.

Mientras entrelazaba sus dedos con los míos, pensé:

El problema no será actuar como su novia.
El problema será recordar que solo estoy actuando.




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