Se alquila Corazón

El viaje que no debía doler

(Narrado por Dante)

La mañana del viernes llegó demasiado rápido.
Dormí poco. Pensé demasiado.
Y por primera vez en años, no fue por negocios, ni por problemas, ni por mi familia.

Fue por ella.

Abril.

Desperté con esa sensación irritante en el pecho, como si algo estuviera… fuera de lugar. Como si había abierto una puerta sin darme cuenta. Una que no sabía cómo cerrar.

Me repetí tres veces —como solía hacerlo cuando era adolescente y tenía que enfrentar reuniones familiares— que esto era un contrato. Un trabajo. Un teatro.
No una historia.

Pero cuando llegué al lobby del hotel y la vi esperándome, con el vestido beige que habíamos escogido juntos para el primer día, todo mi discurso interno se vino abajo.

Podría decir que fue su postura correcta, el cabello recogido en un moño sencillo, o la forma en que sujetaba la pequeña carpeta donde habíamos escrito la historia falsa.

Pero no.

Lo que me desarmó fue su mirada.
Serena. Resuelta.
Como si no existiera ninguna Arianna.
Como si nada pudiera intimidarla.

—Buenos días —dije, intentando sonar normal.

—¿Listo para la guerra? —respondió ella.

Sonreí. No pude evitarlo.
Maldita sea.

Mis escoltas ya tenían el auto preparado. Era un SUV negro, como todos los autos que mi familia consideraba “discretos”. Abrí la puerta para que ella subiera. No por caballerosidad. No exactamente. Era un gesto calculado, de pareja.

O eso me repetí.

Abril subió sin mirarme, pero pude ver su reflejo en la ventana. Nerviosa. Aunque bien disimulada.

—Antes de llegar —dije mientras me acomodaba a su lado— debemos repasar cómo nos conocimos.

—Cafetería —enumeró con precisión—. Tú café amargo. Yo lo derramé. Tú te enojaste. Yo me disculpé. Hablamos una hora. Intercambiamos números. Salimos tres veces antes del primer beso. Dos semanas después empezamos oficialmente. Llevamos tres meses.

Me quedé en silencio. La perfección con la que lo recitó no era normal.
No para alguien improvisado.
No para alguien que venía de un mundo distinto al mío.

—¿Cómo recuerdas tanto? —pregunté.

—Memorizo lo necesario —respondió sin dejar de mirar por la ventana—. Las mentiras pesan menos cuando se llevan ordenadas.

Toqué mi reloj para no golpearme la sien.
Ella tenía razón. Demasiada.

—Hay algo más —dije.

Ella me miró, directamente, sin miedo.

—Dime.

—Mi ex… Arianna… tiene una forma muy particular de manipular. Intenta debilitar a quien sea que esté cerca de mí. Lo hace con elegancia, con sonrisas, pero es venenosa. No quiero que te afecte.

—Dante —respondió con un tono sorprendentemente suave—. No soy frágil.

No lo era. Y eso me preocupaba aún más.

A la mitad del camino, sonó mi teléfono. Era Bianca.

—No contestes —dijo Abril, notando mi mirada tensarse.

—Podría ser importante.

—Tu hermana ya te escribió suficiente ayer —respondió con calma—. Sabemos que está emocionada, tu madre también, y tu padre está furioso. Nada de eso va a cambiar con una llamada más.

La observé largamente.

—¿Cómo sabes que es Bianca?

—Porque tu mandíbula no se crispó —dijo con naturalidad—. Tu padre te tensa. Tu madre te frustra. Pero tu hermana… te desespera.

Me quedé mirándola.

Abril bajó la mirada como si fuera consciente del análisis que acababa de hacer.

—Lo siento, solo… observo —murmuró.

—No. Está bien. —Respiré hondo—. Observas demasiado bien.

Una hora después, paramos en una cafetería de carretera. Necesitábamos un descanso, aunque yo lo negué mentalmente.

Cuando entramos, el murmullo se hizo más fuerte.
La gente siempre miraba. El apellido Morelli generaba eso.
Pero esta vez no me importó.

Abril caminó cerca de mí, no detrás, no delante. A mi lado.
Y cuando pedimos café, la dueña del local nos miró con esa sonrisa que solo las parejas reciben.

—Se ven muy enamorados —comentó mientras entregaba las tazas.

Abril abrió los ojos, sorprendida.
Yo me quedé congelado.

Ella reaccionó antes que yo.

—Bueno… él tiene sus momentos —dijo con una sonrisa demasiado real.

La dueña soltó una carcajada.

—Y tú tienes cara de que lo mantienes a raya.

No quería admitirlo, pero me gustó.
Demasiado.

Cuando volvimos al auto, Abril se recargó ligeramente en el respaldo, como si soltara un peso.

—Lo hiciste bien —le dije.

—Solo actué —respondió.

—No. No fue actuación.

Ella giró la cabeza hacia mí, confundida.

Y ahí cometí el error: sostuve su mirada un segundo más del que debía.

Un segundo que no pertenecía al contrato.

Volvimos a la carretera y la hacienda apareció en el horizonte: enorme, antigua, rodeada de cipreses que parecían custodiar secretos.

—¿Lista? —pregunté.

—No. —Respiró profundo—. Pero tampoco lo estabas tú esta mañana.

Me reí, una risa que casi sonó humana.

Ella abrió la puerta cuando el auto se detuvo, pero antes de bajar, la sujeté suavemente por la muñeca.

—Abril… recuerda la regla.

—¿Cuál de todas?

—La última. —Mi voz bajó sin que pudiera evitarlo—. No dejes que te hagan sentir menos.

Ella asintió. No fue un asentimiento débil. Fue firme. Seguro.

Y aun así… mi mano no quiso soltarla tan rápido.

Cuando lo hice, sentí un vacío absurdo, molesto.
Un vacío que no tenía derecho a sentir.

Porque este viaje no debía doler.
Porque ella no debía importarme.
Porque nada de esto debía sentirse real.

Pero mientras caminábamos juntos hacia la entrada de la hacienda Morelli…

Por primera vez temí que este fin de semana fuera mucho más que un contrato.
Temí no por ella.

Temí por mí.




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