ALEXANDER VASILAKIS
Atenas, Grecia.
Eran las 4:00 PM, hora local. El sol de la tarde filtraba una luz dorada a través de las persianas motorizadas de mi salón, pero el interior seguía siendo un estudio de la calma geométrica. Cada pieza de mobiliario estaba en su posición precisa. La mesa de centro de cromo pulido reflejaba el techo sin una sola huella dactilar.
Yo estaba de pie, inamovible, junto a la ventana, terminando una videollamada de negocios. Vestía un traje de lana fría, ajustado, y la tranquilidad de mi entorno era mi armadura. Había vuelto de Ginebra a primera hora.
— Confirmen la adquisición para el final del día. No quiero variables en el balance —dije, y corté la llamada con un gesto seco.
Elías entró en el salón, luciendo agotado por el viaje transatlántico. Incluso en su fatiga, su traje estaba impecable. Era la única variable humana que toleraba en mi vida, precisamente por su confiabilidad.
— Alexander, la Srita. García está a cinco minutos de la residencia, para que se conozcan oficialmente, antes de los preparativos de la boda.
— ¿Alguna complicación? —Pregunté, sin mirar a mi asistente.
— La logística fue perfecta. El Licenciado Soto supervisó la liquidación de todas las deudas, la cual está documentada y adjunta a su contrato. Su equipaje personal... es mínimo.
— ¿Y su disposición?
Elías se ajustó las gafas, su incomodidad palpable. —La Srita. García es... impulsiva. Firmó rápidamente, pero sus únicas preguntas fueron sobre el desalojo de su departamento, la cláusula de pulcritud extrema y la inclusión de la cláusula donde no se aceptan devoluciones. Parece estar perfectamente consciente del riesgo que representa para su... vida.
Una media sonrisa, gélida y fugaz, cruzó mi rostro.
— Bien. Elías, la conozco solo por una llamada y un informe de riesgo. La impulsividad es lo que me da ventaja. No es una mujer de mi círculo; hará lo que yo diga. Y la necesidad financiera es un motivador más fuerte que cualquier sentimentalismo. Y después desaparecerá de mi vida. Es la mejor inversión después de todo.
Dejé la ventana y me dirigí a mi escritorio minimalista. Mi algoritmo de éxito no preveía la interrupción, solo la adaptación eficiente.
— Su tarea ahora es hacer que la transición sea perfecta. El matrimonio civil es en cuarenta y ocho horas. El vestuario ya fue elegido por la personal shopper. Elías, necesito la versión convincente de una pareja enamorada, no la caricatura.
—Entendido. La historia de fachada está lista: "Se conocieron en un viaje de negocios a México. Ella trabajaba de recepcionista. Fue amor a primera vista. Pero la presión de la junta directiva los hizo acelerar la boda".
Un sonido en el intercomunicador rompió el silencio.
— Señor Vasilakis, la Srita. García ha llegado —anunció mi ama de llaves, la Señora Petra.
— Permítame presentarla, Alexander —se ofreció Elías, dando un paso adelante.
—No, Elías. — Lo detuve con un gesto imperceptible. — Necesito observarla sin el filtro de la formalidad. Retírese. Y asegúrese de que el coche que la trajo quedó en perfectas condiciones para la boda.
Elías se retiró, y el salón quedó en silencio una vez más. Miré hacia la entrada.
La puerta de cedro oscuro se abrió, y entonces mi sonrisa quedó petrificada al verla. Fernanda García entró.
No era como la había imaginado. Había mucho que pulir. Se veía a alguien desesperada, no nerviosa. Su cabello oscuro estaba algo revuelto por el viaje, pero se movía con una ligereza que me parecía totalmente fuera de lugar. Esto me lo confirma su torpeza al dar unos pasos, tropezarse y caer cerca de mis zapatos recién lustrados. Llevaba unos pantalones vaqueros y una blusa sencilla que, de alguna manera, captaba toda la luz de la habitación. Sí, teníamos que trabajar en ella.
Pero lo que me tocó no fue su ropa, sino el labial rojo. Era el mismo tono escandaloso que había usado para escribir su anuncio de rescate. Un color audaz, desafiante, que contrastaba grotescamente con la palidez de mi mármol y mi impecable orden.
Ella se reincorporó de inmediato, limpiando con la mano una supuesta mancha de tierra que no existía. Entonces vi sus ojos oscuros como la noche, grandes y brillantes, impactar con los míos. Después escanearon la inmensidad del salón con una mezcla de pánico, curiosidad y.… diversión.
Finalmente, sus ojos se posaron en mí. Yo era la antítesis de su caos: alto, erguido, con una expresión tallada en hielo y la seguridad de un hombre que controla cada variable.
Hubo un silencio tenso que se extendió por la habitación, roto solo por el suave zumbido del aire acondicionado central.
Ella dio el primer paso. Se acercó a la mesa de cromo, se inclinó ligeramente, y yo esperé la disculpa por el tropiezo.
En lugar de eso, ella deslizó su mano por la superficie pulida. Luego, con una lentitud deliberada, puso su maleta de mano directamente sobre la mesa. La maleta era de color chillón y parecía haber sobrevivido a un huracán. El desorden había desafiado mi territorio dos veces en treinta segundos.
— Alexander Vasilakis, supongo —dijo, y su voz era firme y musical—. Llego tarde, lo siento. La puntualidad nunca ha sido mi fuerte.