FERNANDA
El despertador sonó como una alarma de incendio a las 5:45 AM. No, sonó como un silbato de tortura en medio del más profundo de mis sueños. Cinco minutos más.
Extendí la mano a ciegas para golpear la alarma, pero en lugar de mi viejo despertador ruidoso, mi mano chocó contra una superficie de terciopelo frío y mi cerebro tardó tres segundos en procesar la realidad: estaba en Atenas, en una suite de lujo, y el despertador era un sutil zumbido proveniente de la tableta de Alexander.
"Empezamos a las 6:00 a.m. Con ropa deportiva."
El ogro griego había ganado la guerra de la agenda. ¡No lo creo!
No escuche que tocaran la puerta. Pero soñé que me ahogaba y era salvada por Aquaman, o sea Jason Momoa. Tan hermoso y esos brazos que me protegían del monstruo del mar, y no era Úrsula. Si no alguien mucho peor.
La realidad fue que Alexander estaba parada frente a mi cama, vertiendo un vaso de agua en mi rostro. De ahí que me ahogaba. Maldito quiere quedarse viudo antes de casarnos.
— 5:50 am Levántate ya — el sargento dio la orden, dijo Alexander “maldito” Vasilakis. — Llegas un minuto tarde y abra consecuencias.
Me levanté a regañadientes. Me dolía todo, no por la cena, sino por la tensión de actuar como una "crítica de arte" que se enamoraba de un témpano de hielo. Con mi cara mojada me arrastré hacia el vestidor. Molesta porque ni mis padres me han tratado así.
El vestidor, que antes me había parecido una prisión beige, ahora me parecía una burla. Había una selección de ropa deportiva: mallas de compresión, tops minimalistas y tenis de diseño. Todo de color negro, gris o blanco. Ni una gota de color. Ni un solo estampado que me recordara mis Vans Skater Floral ahora en cuarentena biológica.
Me puse el conjunto más discreto. Me quedaba ridículamente bien, lo cual solo aumentaba mi rabia. ¿Por qué tenía que tener buen gusto hasta para la ropa de tortura?
Salí al pasillo a las 5:59 AM. La mansión ya no estaba en silencio; estaba en orden. Se escuchaban sutiles ruidos de la maquinaria de la casa, pero no había gente yendo y viniendo. Todo funcionaba con la precisión de un reloj suizo.
Bajé a la planta baja. Alexander estaba en el salón, junto a la ventana. No estaba bebiendo café; estaba de pie, con un traje de running negro, haciendo estiramientos lentos y controlados, con una expresión de concentración absoluta. Parecía una estatua griega tallada por un sastre italiano.
Se veía ridículamente bien.
— Buenos días, Fernanda —dijo sin abrir los ojos, sin sudar, sin jadear. —¿5:59 AM? Pensé que te tomaría más tiempo encontrar la sección de ropa de la obediencia.
— Buenos días, Alexander. Pensé que el amo de llaves se encargaba de estirar tus músculos. Y como vuelvas a despertarme con un vaso de agua en mi rostro, terminas sin descendencia. Me entendiste.
Abrió los ojos. Su mirada era como la luz de la mañana: fría y brillante.
— La disciplina es personal e intransferible. Y la obediencia, también. Tienes tu botella de agua y tu smartwatch configurado sobre la mesa de cromo. Cinco minutos de calentamiento, luego cinco kilómetros.
Me acerqué a la mesa y vi que, junto a la botella de agua perfectamente alineada y el reloj deportivo, había un pequeño plato con una porción de fruta.
— ¿Y esto? —pregunté, señalando el plato.
— Dieta de cumplimiento. Mínimo de nutrientes, máximo de eficiencia. Estás en un proceso de optimización, Fernanda.
— Yo estoy acostumbrada a un café negro, un pan de dulce y luego la angustia de llegar a fin de mes. Mi dieta ya era "máximo de eficiencia".
— Ahora tu eficiencia y disciplina es mi responsabilidad.
Me puse el reloj. Estaba tan apretado que casi cortaba la circulación de mi muñeca.
— ¿Y dónde vamos a correr? ¿En el jardín que ensucia mis Vans con amenazas biológicas?
— No. En mi pista privada. Está en el ala Oeste.
Me guio con un gesto de la mano. Cinco minutos después, estaba parada en una pista de tartán perfectamente mantenida, con el aire fresco de la mañana griega pegándome a la cara. Alexander se puso en posición de salida.
— Un detalle, Fernanda. En la oficina, puedes ser mi "sombra". Aquí, eres mi competencia. Si te adelantas, lo considerarás un acto de rebelión y habrá consecuencias. Si te quedas muy atrás, lo consideraré un acto de pereza y también habrá consecuencias.
— ¿Y si corro a mi propio ritmo? —lo desafié.
— Correrás al mío. Empezamos en tres.
Lo odié en ese momento. Lo odié por ser perfecto, por obligarme a usar ropa deportiva a las 6:00 a.m. y por quitarme horas de sueño, mi labial rojo y mis Vans.
— Dos.
— ¿Y cuál será la primera verdad a medias que le dirás al mundo mañana? —le pregunté, buscando distraerlo.
— Uno.
El reloj pitó. Alexander salió disparado con una zancada larga y elegante. Yo salí torpemente tras él, sintiendo la humillación de la derrota y el sabor de la fruta insípida.