ALEXANDER
Mi noche fue un ejercicio de autocontrol patético.
A pesar de mi amenaza sobre los cuchillos, no dormí. No por miedo a Fernanda — eso sería ridículo—, sino por la conciencia tangible de su presencia. La línea divisoria de almohadas parecía una burla. Yo me aferré a mi lado de la cama matrimonial como si un movimiento equivocado pudiera desencadenar una guerra nuclear.
El olor a humedad y aceite viejo de la finca, la falta del aire acondicionado de mi villa en Atenas, y, sobre todo, el ligero y constante sonido de Fernanda revolviéndose en su lado de la cama, hicieron de mi primer amanecer en Corfú una pesadilla.
A las 5:30 a. m., me levanté. Necesitaba recuperar mi rutina. Me duché con agua tibia y me vestí con un traje de algodón ligero; no iba a degradar mis estándares solo porque estaba en una ruina.
Cuando regresé a la habitación, Fernanda ya estaba despierta y había hecho el desastre habitual. Su lado de la cama estaba revuelto, y sobre mi buró había un vaso vacío que olía a té de menta y jengibre.
— Kaliméra, Alexander —dijo, usando la única palabra griega que parecía haber memorizado—. ¿Dormiste bien? Yo tuve sueños con olivos parlantes. El tatarabuelo es muy expresivo.
La ignoré. Me dirigí a mi laptop para iniciar la jornada con el mercado asiático, el único lugar donde podía ejercer control.
— No vamos a la oficina, Alexander. Vamos al campo —dijo ella, apareciendo vestida con el mismo tipo de ropa de ayer y un sombrero de paja roto que debió robar de alguna caja. Llevaba en la mano el mapa del tesoro: el plano antiguo con la marca del pozo.
— Mi plan era estabilizar la deuda y revisar el inventario de la maquinaria —respondí, cerrando mi laptop con frustración.
— Y mi plan es encontrar agua antes de que el sol queme la tierra y perdamos la temporada. Si no hay agua, el inventario de maquinaria es solo chatarra cara. Giorgio nos espera. Dijo que sabe dónde podría estar la zona, pero solo si le ayudamos a mover las pilas de piedra.
Miré el traje que escogí para ese día. La idea de ensuciarme era repugnante. Pero la lógica de Fernanda, aunque desordenada, era inatacable: el agua era el primer paso para cualquier valoración seria de la propiedad.
— De acuerdo. Pero si este pozo no existe, volverás a tus labores de archivo por el resto del mes.
Salimos al sol de Corfú. La finca era enorme, una vasta extensión de olivos centenarios que ascendían por las colinas. Giorgio nos esperaba junto a un muro de piedra derrumbado.
— El Señor y la Señora —saludó Giorgio en inglés, con una media sonrisa, disfrutando el show.
— Giorgio, empecemos —dije, tratando de mantener la compostura.
Fernanda se adelantó, señalando el mapa. — Giorgio, aquí dice "bajo la Cruz de Mármol". ¿Dónde está eso?
El capataz señaló una pila de escombros y rocas a unos veinte metros.
— Ahí. Estaba marcada, pero la tormenta de 2005 la tiró. Para llegar a los cimientos, hay que mover todo esto.
Alexander Vasilakis, el magnate, el hombre que firmaba acuerdos multimillonarios desde un yate, ahora estaba frente a un montón de escombros, con una pala en la mano. Giorgio me la ofreció con demasiada amabilidad.
— Empiezo yo —dijo Fernanda con entusiasmo, tomando una pala más pequeña—. Tú, Alexander, usa tu fuerza bruta de griego cabezón.
Empezó a cavar y a remover piedras con una energía casi maníaca, sus Vans de flores ignorando el polvo y el barro. Yo, con mi traje de algodón, tuve que unirme. Cada piedra que levantaba era una humillación pública, especialmente bajo la mirada fija y divertida de Giorgio.
— ¿Por qué yo? —siseé a Fernanda, secándome el sudor de la frente con el dorso de la mano.
— Es trabajo de equipo, esposo. Yo tengo la estrategia, tú tienes los músculos y el capital. Además, el bisabuelo te está viendo desde el más allá. Tienes que demostrar que no eres un cobarde de ciudad.
Su descaro me exasperó. Dejé la pala un momento para tomar mi teléfono y llamar a Elías.
— Elías, necesito que encuentres la forma de automatizar esta basura. No puedo pasar mi mañana haciendo trabajo manual. Contrata un miniexcavador o algo así. ¡Y tráeme ropa de trabajo!
— Ya lo hice, Señor. Un pequeño tractor excavador llegará mañana por la mañana. Pero por hoy... —Elías hizo una pausa. Pude oír la risa contenida en su voz—. Parece que toca la pala, Señor.
Colgué frustrado. Regresé a la pala.
Pasó una hora. Estaba cubierto de polvo y el traje de algodón era una causa perdida. Fernanda, aunque sudada, parecía revitalizada.
— ¡Alto! —exclamó ella de repente, golpeando la tierra.
Dejó caer la pala y se arrodilló. Yo me acerqué. Bajo la capa de tierra, había una losa de mármol partida, con restos de un símbolo tallado. Ella raspó el barro con la mano.
— Es la base de la cruz. Y mira esto, Alexander.
Señaló un punto a un metro de la base. Ahí, un círculo de piedras más oscuras y desgastadas, claramente colocadas por manos humanas, contrastaba con el resto del suelo.