FERNANDA
Subí las escaleras, y la risa que había soltado en el sótano todavía vibraba en mi pecho. Había dejado a Alexander Vasilakis, el hombre de hierro, en un estado de combustión lenta.
El aroma dulce a jazmín que él había detectado no era una coincidencia. Me lo había puesto deliberadamente. Mi abuela solía decir que "ciertos aromas tienen el poder de desarmar al más serio de los hombres".
Y si su pánico esta mañana —el modo en que se deslizó de la cama como si lo persiguiera el tatarabuelo— era una indicación, la fragancia estaba haciendo su trabajo. Su cuerpo había traicionado a su mente, buscando consuelo en el calor humano, y eso, para su ego, era inaceptable.
Me dirigí a la habitación. La cama era un campo de batalla recién abandonado. La muralla de almohadas estaba destruida, y mis sábanas, ahora libres de la prisión del lino, se sentían aún más cómodas. Me tiré a mi lado y abracé la almohada. Podía oler un rastro de su colonia amaderada; caro, seco y tan controlado como él. Era una combinación extraña, peligrosa: mi jazmín indómito y su sándalo severo.
Mi misión ya no era solo salvar la finca. Era molestar a Alexander y de paso sacarlo de su propia prisión de orden. Esa línea imaginaria de almohadas es su última defensa. Y yo, por supuesto, tenía que derribarla.
El día se desarrolló con la misma energía caótica que había impregnado nuestro matrimonio. Alexander pasó la tarde fuera, supervisando la llegada del equipo de perforación para el pozo. Yo usé ese tiempo para establecer mi propio sistema de autoridad en la casa.
Me dirigí a la cocina caverna, donde Giorgio estaba revisando el inventario de botellas de aceite viejo. Me acerqué con mi cuaderno de calendario azteca y un bolígrafo.
— Giorgio, Kaliméra. ¿Podemos tener una clase?
El capataz, que tenía esa mirada de escepticismo profundo grabada en el rostro, me miró de arriba abajo.
— ¿Clase de qué, Señora Vasilakis? Su marido me dijo que usted tiene un tutor online en camino.
— Mentira. El WiFi es una catástrofe y mi tutor canceló. Además, yo no necesito un profesor que me enseñe a leer la Odisea. Necesito un profesor que me enseñe a hablar con la tierra.
Puse el cuaderno sobre la mesa. Había dibujado seis objetos comunes de la finca: un olivo, una pala, un bidón de aceite, una naranja (para el jugo de la mañana) y un tornillo (para las reparaciones).
— Giorgio, usted me va a enseñar el idioma de la finca —dije, señalando el dibujo del olivo—. ¿Cómo se dice esto?
Giorgio dudó, pero la combinación de mi seriedad y la ridiculez de los dibujos terminó por ablandarlo.
— Elia —dijo, sonriendo ligeramente, el sonido era cálido.
Escribí Elia en grandes letras, junto al dibujo. Pasamos media hora así. Elías, spáth (pala), ládhi (aceite). Su método de enseñanza era paciente; mi método de aprendizaje era visual y obsesivo.
— Esto es más efectivo, Giorgio. Usted habla el idioma que yo necesito. Y yo le haré mapas de colores para clasificar todo el inventario del sótano. Ganamos los dos.
Giorgio asintió, su escepticismo suavizándose en respeto. — Usted tiene carácter, señora. Y un buen ojo para lo que es importante. El Señor Vasilakis solo ve los números y las deudas. Le hace falta ver más allá, enamorarse de estas tierras.
— Yo veo las raíces —respondí—. Y las raíces son lo único que importa aquí. Y la tierra, Giorgio, la tierra necesita... —Me detuve, buscando el dibujo del corazón que había hecho. Señalé el corazón y lo acaricié—. Agápi, ¿verdad?
Giorgio soltó una carcajada, una risa grave que hizo eco en la gran cocina. — Sí, Agápi (amor). La tierra siempre necesita amor. Usted y su abuela lo entienden.
Luego su voz se volvió más nostálgica. — Es una pena que el joven Alexander no lo recuerde. Sus padres amaban estas tierras con una pasión terrible, aunque, claro, no aprendieron a cultivar ni un solo tomate en su vida. Eran gente de la ciudad, pero cuando venían, vivían para el sol y el aire de esta finca. Me gustaría que él recordara los momentos bonitos que vivió aquí siendo un niño. Corría por los olivos y se escondía en la vieja prensa. Esas tierras lo hicieron feliz antes de que el mundo se lo llevara.
Mi corazón se calentó. Alexander podía tener el dinero, pero yo tenía la confianza de Giorgio y ahora tenía una pista sobre la fragilidad oculta de su pasado. Eso valía mucho más.
Alexander regresó al caer la noche. No vestía traje; llevaba unos khakis y una camiseta de algodón gris, su cabello ligeramente revuelto. Era un Alexander más cansado, más humano, y por primera vez, no lucía como un CEO, sino como un terrateniente agotado.
Me encontró en la cocina, bebiendo té y repasando mis dibujos.
— ¿El ingeniero se fue? —preguntó, su voz rasposa.
— Sí. Mañana instalan la bomba. Tienen que perforar.
— Bien.
Había un silencio tenso. Le serví un vaso de agua sin que me lo pidiera. Lo tomó automáticamente, su cerebro registrando el gesto sin procesar la intención.
— ¿Cómo va tu tutor online? —preguntó, tratando de recuperar el control y la superioridad.