¿Debería hacer la denuncia a la policía? Me pedirían al menos saber si tomé la patente a la motocicleta y no, lo cierto es que no lo hice. Por otra parte, sería más fácil esto si los códigos de patentes de los vehículos fuesen palabras, colores o algo fácil de poder procesar, no así. Me demorarían, perdería mi tiempo, mi vuelo y más dinero aún.
No, no lo puedo permitir.
Oh.
Las cámaras.
Las cámaras de vigilancia por donde estuvo Ela observando a esos chiquillos que son la causa por la cual yo estoy acá ahora.
¿Y si fueron enviados para robarme? Posiblemente se trate de eso, posiblemente sean unos criminales y el tipo de recién pudo haber sido el padre. ¿Y si están secuestrados y les obligan a robar de manera planificada? Cielo santo, eso seria horrible. Aún si fuesen los hijos y el tipo el padre, seguiría siendo horrible.
Qué va. Me bajo del auto observando a diestra y siniestra, en busca de algún dato que me permita pensar que estoy siendo perseguido por alguien más. Tic, tac. Nadie está aquí. Perfecto, solo debo seguir.
Avanzo en mi camino pensando en que probablemente esos niños estuvieron rondando el edificio para serle de campana al sujeto que me acaba de asaltar, diciendo que encima le debo quinientas mil.
¡Mucho esfuerzo le pongo a mi trabajo de día a día para tener todos mis gastos y deudas saldados, para que me quede el margen necesario de inversión semana tras semana y para darme la vida que tengo!
¡Y es la vida que deseo con todo mi ser, nadie tiene por qué aparecerse y arrebatarme nada, yo me encargaré de ellos!
Una vez que estoy en el edificio, paso derechito al ascensor y subo con la bronca hirviendo a flor de piel.
Mis puños están demasiado cerrados.
Intento llamarme al autocontrol, con un ejercicio de respiración que tarda un poco en llegar a efecto.
Ela aguarda al otro lado del mostrador. Se pone de pie al verme.
—Señor Zajac—me dice. Tiene uno de mis libros en manos—. Yo… Quería saber si me podría firmar el…
—¿Dónde están esos demonios?
—No regresaron, pero han de estar fuera aún.
—¿Querías que viniera para que te firme el libro?
—No, no es eso, le juro. Sé que tiene un viaje muy importante que hacer ahora, pero traje un libro y otro que es de mi prima para que los firme. Le comenté que usted estaba por acá y que pronto regresaría.
—¿Es en serio, Ela? Mi vuelvo pre-embarca en menos de veinte minutos y aún no estoy siquiera haciendo el check-in en el aeropuerto.
—Entonces vino a ver a esos niños.
—A esos demonios.
Me mira, perpleja.
Dios santo.
No quiero irrumpir con la imagen que tiene de mí, así que solo suspiro y tiendo mi mano en su dirección para indicarle:
—Solo… Dime el nombre de tu prima.
Ella cambia rápidamente su semblante a uno más alegre y me pasa otro:
—Oh, ese es el de ella. Me lo prestará en un intercambio ahora que yo he terminado este suyo. Me ha encantado.
—¿Su nombre?
—Natia. Aquí tiene una pluma.
Bien…
La recibo y escribo “Para Natia, con cariño. De Stefan. Disfruta los libros, S.”
Se lo paso.
—Ahora el mío, por favor.
Trago grueso.
Lo recibo.
No quiero escribirles lo mismo a las dos, pero estoy con prisas y carente de inspiración como para ponerme a firmar libros. Hay gente que saca tickets para poder conseguir lo que ella me está pidiendo ahora mismo.
Tras escribirle algo breve, suspiro y le dedico una sonrisa forzada. Porque más allá de todo lo que a mí me esté sucediendo, a ella le hace mucha ilusión tener ese libro firmado, es el rostro de amor que muestran siempre mis lectoras.
—Ha sido un placer enorme, señor. Atesoraré su libro de por vida—me dice, con una sonrisa de oreja a oreja.
Tras devolverle el bolígrafo, me vuelvo hasta el ascensor y le digo de camino:
—¡Llama a la policía si esos chiquillos regresan!
—¡Lo haré, señor! ¡Buen viaje! ¡Muchos éxito…!
Y las puertas del ascensor se cierran mientras tengo mi mano en alto, elevada.
Ya una vez en el espacio reducido a solas, suelto un respiro pensando en el horario. Estoy muy justo. Debería llamarle a mi asistente, pero una ligera parte de mí conserva la esperanza, siempre que el tránsito esté despejado. No es hora comercial de entrada ni de salida de oficinistas así que debería estar en orden.
Aquí vamos.
Salgo y voy a toda prisa hasta el aparcamiento que ¡SIGUE CON EL PORTÓN ABIERTO!
Un momento.
No recuerdo haberlo cerrado.
Fue error mío esta vez.
Veo que es más frecuente de lo que parece.
—Caray—farfullo como si pudiera morder la palabra.
Enciendo la linterna del móvil, pero la luz tenue del subsuelo no le hace justicia mientras avanzo mirando entre los coches, así que decido correr hasta el coche, le saco el seguro… (¡olvidé ponerle seguro!) y me meto.
Una vez sentado, arranco el motor para que las puertas se cierren en modo automático y afirmo mi cabeza contra el respaldo.
Hasta que veo algo desde el espejo retrovisor.
—Hola, papi.
—¡AAAAHHH!
¡AAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHH!
¡QUÉ CARAJ….!
¡NO PUEDE SER!
Me vuelvo hacia atrás con los ojos abiertos como platos.
Hay dos endemoniados niños sentados detrás. Uno es varón y tiene el cabello peinado hacia un costado. Lleva gruesas gafas negras de segunda mano en su porte de no más de cinco o seis años y un libro en sus manos.
¿Qué hace leyendo un libro tan grande siendo él tan pequeño?
La chiquilla, por mientras, parece ser de la misma edad y es la que me acaba de saludar; tiene el cabello rubio y un semblante alegre mientras su cabello también está ordenado de manera pulcra con una vincha floreada en la cabeza.
—¡¿Y ustedes quiénes son?!—les suelto con la desesperación raspando en mi voz—. ¡¿Cómo entraron en mi coche?!