A mis treinta y tres años, jamás tuve una pareja estable. Mi vida siempre ha sido dedicada a mi trabajo, con una rutina exclusiva a escribir, subir a aviones, visitar hoteles y pactar citas en una suerte de turismo de promiscuidad en cada ciudad donde voy, probando distintos sabores y experiencias, sabiendo que esto me hace sentir pleno, feliz, que tengo los recursos para hacer lo que me venga en gana y disfrutar de ellos.
No obstante, sí tengo una idea de planificación familiar. Una que estaría en verdad más cerca de los cuarenta o cuarenta y cinco recién para querer sentar cabeza. Encontrar una pareja, adoptar o procrear hijos y establecerme en un pueblo en las afueras de Polonia, lejos de la agitada Varsovia, es lo que se convertiría en mi prioridad.
No obstante, si esto llegase a ser real, todo cambiaría para mí.
Además, por el dinero. Tendría que vender una de mis propiedades para llegar a pagar la deuda de Sabrina y no quiero absoluto tener que responder por ello, ¡demonios! Pero esa gente regresará y nada me asegura de que me dejarán tranquilo una vez que les cancele todos y cada uno de sus montos.
¿Puede que ir a la policía cambie algo o no haría más que meterme en otros nuevos problemas? Si la policía fuese una opción, Sabrina hubiera acudido antes para efectuar la denuncia en lugar de escapar de la manera en que lo está haciendo ahora.
En cuanto llegamos al centro comercial, ellos quedan maravillados solo con el frente. Es el más próximo que he encontrado, no obstante, no sería capaz de conducir por mucho más tiempo teniendo la cabeza despejada ante toda esta situación.
¿Qué harías si un día se aparecen dos niños en tu vida diciendo que son tus hijos y asegurando tener todas las pruebas para ello, resultando que, de repente, dos pequeños pasan a depender absoluta y exclusivamente de ti?
Sí, es una auténtica locura. Terminaré en el manicomio si esto me termina afectando.
Un grito me espabila de mis pensamientos tremendistas:
—¡Son como los de las películas!—suelta Alenka.
—¿Venimos a robar aire acondicionado?—me pregunta Ulises.
—¿Qué? ¡No! Nada de robar. Ni siquiera…¿aire acondicionado? —No entiendo a qué se refiere con eso.
Una vez que aparco el coche, me vuelvo a las puertas de atrás, les desabrocho el cinturón y echo un vistazo a sus mochilas.
—¿Estas son todas sus cosas?—les pregunto, tras revisar las partidas de nacimiento, documentación, informes médicos del año en curso, una muda de ropa por cada uno y nada de cartillas escolares ni nada por el estilo.
—Era lo mejor que había en casa—contesta Ulises.
Encuentro una camisa de él que está gastada, la tela a los bordes parece haberse molido con el tiempo, mientras que el pantalón que aparece acá tiene toda la pinta de estar desteñido o ser tan viejo que ni él mismo alcanza en edad a la que tiene esta tela.
No hay calzado.
Solo un par de zapatillas rotas que tiene cada uno de ellos que me deja el corazón agrietado y dolido. Cielo santo, cómo es que los saca con esto a la calle.
También algunos cepillos de dientes, pasta, jabones y una caja con medicamentos. Tienen una nota: Ulises. Ulises es diabético.
Lo que faltaba.
“No toma insulina ni tiene dieta estricta, pero una de estas por día antes del desayuno es importante para mantenerle los niveles, en los hospitales las dan de manera gratuita. Por favor que la tome siempre, hoy ya tomó la suya.”
Suspiro.
—Vamos a comer algo—les digo a los niños.
—¿Pizza?—pregunta Alenka.
—¿Puede Ulises comer pizza?
—Es lo que comemos casi siempre—contesta ella.
—No, no. Mejor busquemos algo más saludable. ¿Bistec con puré de patatas o ensalada?—les pregunto.
—¿Bistec como el de las películas?—pregunta él.
Por todos los cielos. Es evidente que jamás comieron de manera suculenta y rica, salvo chatarra o algo que su madre les haya conseguido de manera barata.
Finalmente cierro el coche con seguro, ellos se cargan sus mochilas a los hombros, Ulises no suelta en ningún momento mi libro y me vuelvo a él para preguntarle mientras andamos entre los autos en sus lugares:
—No van a la escuela verdad.
—Nop—me dice—. Pero mamá dijo que usted puede mandarnos a la escuela.
—Pero sabes leer ¿o por qué andas con ese libro a cuestas todo el tiempo?
—Porque mamá me dijo que este libro es suyo, ¿verdad? Que usted escribe libros y es muy conocido.
—Así es.
—Mamá me dijo que no podía venir a vernos porque estaba llevando libros a todo el mundo. Y me enseñó a leer en casa. Hay cosas que no termino de comprender, pero me gusta. Me gusta porque lo escribió mi papá. Mi papá escribe libros. No es como los demás papás, él hace cosas importantes. U…usted hace cosas importantes.
Me mira acomodándose esas gafas que le quedan demasiado grandes.
Siento que algo dentro de mi pecho se conmueve, aún sin saber de qué manera procesar todo lo que está sucediendo o sin saber de qué manera creer que todo esto puede ser real.
Acto seguido, Alenka me toma de la mano izquierda.
Y Ulises me toma de la mano derecha mientras con la otra sostiene su libro con mucho cariño.
—Mami dijo que no le soltemos la mano cuando estemos fuera—me explica Alenka—. Porque hay hombres que se pueden robar a los niños.
Trago grueso.
Sus manitas son demasiado pequeñas.
Y me sostienen con fuerza.
Con toda su vulnerabilidad e indefensión.
Se aferran a mi y asiento.
Inspiro profundo y entramos al centro comercial con ambos chiquillos de la mano…