Se busca: Un esposo para mí mamá

Capítulo 2: Mi mamá está solita

Capítulo 2: Mi mamá está solita

.......

Nunca me había gustado mucho salir de los hospitales.

Siempre que veía en las películas que alguien se iba de un hospital, sonaba música feliz, la gente sonreía, y todo era como una fiesta.

Pero ese día, cuando mamá me cargó en brazos «porque yo ya estaba muy flaquito y me cansaba de caminar», no había música ni sonrisas.

Solo estaba ella, y su perfume de manzanilla que siempre olía más fuerte cuando lloraba a escondidas.

Yo me apoyé en su hombro, y me quedé mirándola en silencio mientras caminaba por esos pasillos blancos que parecían nunca terminar.

Sus pasos eran rápidos, pero sentía que en cada paso dejaba un pedacito de tristeza atrás, como si fuera soltando piedritas.

Quise decirle algo bonito, como que todo iba a estar bien o que ya no dolía tanto, pero la voz se me atoró en la garganta.

Así que solo la abracé más fuerte.

Muy fuerte.

Como si abrazándola pudiera pegarle las partes del corazón que sentía rotas.

El carro de mamá no era bonito.

Era viejo, ruidoso, y olía un poquito a papitas fritas y crayones derretidos.

Pero a mí me gustaba.

Era nuestro pedacito de mundo.

Ella me ayudó a sentarme en mi sillita, me abrochó el cinturón con esa paciencia que solo las mamás tienen, y antes de arrancar, me acarició la mejilla.

—¿Listo, campeón? —me preguntó, aunque su voz sonaba como cuando uno tiene ganas de llorar pero no puede porque hay que ser fuerte.

Yo asentí, muy serio, como un soldado.

Arrancó el carro, que protestó con un ruido feo "¡Krrrkkk!" como un gato enojado.

Mamá soltó una risa chiquitita, con apenas un suspiro, pero para mí fue como escuchar campanitas de Navidad.

Así que quise hacerla reír más.

—¡Vamos, corcel salvaje! —grité, dándole unas palmaditas, como si estuviéramos en una carrera de caballos.

Mamá soltó otra risita, más fuerte esta vez, y yo me sentí el niño más poderoso del mundo.

Si podía hacerla reír... entonces podía hacer cualquier cosa.

Llegamos a casa, pero ya no era como antes.

Las paredes parecían más grises, y el piso crujía más fuerte con cada paso.

Y había cajas.

Muchas cajas.

—¿Mami? —pregunté, bajito—. ¿Nos vamos a mudar?

Ella se agachó frente a mí, acariciándome el cabello como hacía siempre cuando quería que no me asustara.

—No, amor... solo estamos... organizando un poquito.

Pero yo sabía...no era organización.

Era despedida.

Pasaron unos días en los que mamá casi no dormía.

Trabajaba mucho, corría de un lado a otro, hablaba por teléfono susurrando para que yo no la escuchara, pero yo la escuchaba igual.

Y entonces un día, mientras me ponía mis zapatitos azules, me dijo:

—Mi amor, hoy vas a venir conmigo al trabajo, ¿sí?

Yo abrí los ojos bien grandes.

—¿¡De verdad!? —exclamé, emocionado.

—De verdad —dijo ella, sonriendo cansadita—. Solo tienes que portarte bien. Nada de aventuras, ¿eh?

Yo crucé los deditos detrás de la espalda.

—Prometido —mentí descaradamente.

Mamá trabajaba en un hotel grande.

Muy grandísimo.

Con pasillos que parecían no tener fin y ascensores que hacían "ding" cada vez que se abrían.

Ella limpiaba pisos, acomodaba camas, y dejaba todo oliendo bonito.

Y a veces, cuando creía que no miraba, se masajeaba las manos cansadas y suspiraba hondo, como si el alma le pesara.

Yo me sentía como un explorador en medio de una selva de alfombras rojas y puertas doradas.

Cada vez que podía, me escondía detrás de los carritos de limpieza, y hacía ruidos raros para asustarla.

—¡Bú! —gritaba, saltando.

Mamá daba un brinquito, se ponía la mano en el pecho y luego me miraba con esos ojos que decían "te voy a regañar" pero su boca no podía dejar de sonreír.

—¡Leo! ¡No me asustes así, que me vas a mandar al hospital! —me decía, y yo me reía como loco.

La mejor parte era en las mañanas.

Mamá tenía que levantarse temprano, y no le gustaba nadita.

Así que yo me tomaba muy en serio mi misión: ¡despertador oficial de mamá!

Me subí a su cama con mi dinosaurio de peluche en la mano.

Le di golpecitos suaves en la mejilla.

—Mami... mami... ya es hora... —susurré.

Ella gruñó como un oso dormilón.

Se tapó la cabeza con la almohada.

—Cinco minutitos más... —murmuró, toda enredada en las cobijas.

Pero yo era un niño de palabra.

Así que empecé la operación "Despertar".

Le canté.

Le conté chistes malos.

Le hice cosquillas en los pies.

—¡Al ataque, comandante Dinosaurio! —grité, lanzando mi peluche sobre ella.

Mamá se rindió entre risas, despeinada y con los ojos medio cerrados.

Se sentó en la cama, me jaló sobre sus piernas y me abrazó fuerte.

—¿Sabes qué? —me dijo—. Eres mi despertador favorito del mundo.

Y yo sonreí tan grande que sentí que iba a explotar de felicidad.

Esa misma tarde.

Mientras mamá limpiaba una habitación en el piso dieciséis, yo me aburrí.

Mucho.

Demasiado. Cuando un niño se aburre, la Tierra tiembla.

Me senté en un sillón grande del pasillo, moviendo las piernitas, pensando qué podía hacer para divertirme.

Y entonces, la vi.

La fuente.

Una fuente hermosa, llena de agua brillante, justo en medio del lobby del hotel.

El agua caía en cascadas pequeñitas, haciendo un sonido tan bonito que me daban ganas de meter las manos y jugar.

Y entonces, mi cerebrito de seis años tuvo la idea más brillante… (que también era la más desastrosa).

Saqué el pequeño bote de jabón líquido que mamá usaba para limpiar, que había dejado en su carrito.

Miré para todos lados, como agente secreto en misión ultra secreta.

Nadie.

Pura paz.

Sonreí maliciosamente.




Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.