Capítulo 4: Cuerdas rotas y cielos lejanos
Narrado por Gabriel Martínez
El eco del último acorde todavía vibraba en mis dedos adoloridos mientras el pequeño Leo reía a carcajadas, con su manita aferrándose a mi manga como si no quisiera dejarme ir. Una calidez desconocida me llenó el pecho, una especie de ternura que no había sentido en mucho, mucho tiempo, que creí que no volvería a sentir. Sonreí, a pesar del dolor punzante en mi mano vendada, y le revolví el cabello despeinado.
Era tan pequeño. Tan inocente. Y, por un instante, me olvidé de todo lo demás.
Hasta que la tormenta estalló.
—¡Gabriel! —el grito fue como un latigazo. Me sobresalté.
Mi manager, Andrés Salgado, irrumpió como un huracán desatado. Traía la cara roja como un tomate, las venas del cuello hinchadas, y el ceño fruncido como si estuviera viendo su peor pesadilla.
Se detuvo frente a mí, plantándose con las piernas abiertas como si temiera que yo huyera lo que no era del todo descabellado considerando las circunstancias.
—¿Se puede saber en qué demonios estabas pensando? —escupió, fulminándome con la mirada—. ¡Mírate! ¡Aquí, en el hospital, por conducir borracho! ¿¡Eres imbécil o qué!?
Rodé los ojos con cansancio, bajando la mirada hacia Leo, que ahora me miraba con confusión en su carita inocente. No quería que escuchara esto, no quería que lo asociara conmigo. Quería conservar ese momento puro, esa burbuja diminuta de felicidad.
—Déjame en paz —murmuré, acariciando con suavidad el cabello castaño de Leo.
—¡No, Gabriel! ¡No voy a dejarte en paz, maldita sea! —bramó Andrés, su voz estaba llenando la sala como una sirena de ambulancia—. ¿Tienes idea de lo que podría pasar si esto sale a la prensa? ¡Podrías arruinar tu carrera! ¡Otra vez! ¡¿Es que no aprendiste nada la primera vez!?
Antes de que pudiera responderle o mandarlo al demonio, que era lo que de verdad quería hacer, una de las enfermeras, una mujer bajita, de rostro dulce y cabello castaño recogido en un moño desordenado, se acercó a nosotros.
—Señor Martínez —dijo con una sonrisa paciente, ignorando el ambiente tóxico—, lo darán de alta hoy mismo. Solo debe firmar algunos papeles en recepción.
—Gracias —le respondí con una sonrisa breve y cansada.
Ella asintió y, con una dulzura casi maternal, tomó a Leo de la mano y lo guió. Mi corazón dio un pequeño tirón viéndolo irse.
Y entonces me quedé a solas con el huracán.
—¿Sabes qué más? —continuó Andrés, sin perder el ritmo—. Como parte de tu sentencia, tendrás que hacer trabajo comunitario aquí, en este maldito hospital. ¿Te parece gracioso? ¡Porque a mí no!
No pude evitarlo. Solté una carcajada, corta y amarga.
—Perfecto —dije, encogiéndome de hombros con desdén—. Así que deja de fastidiarme de una vez.
Andrés resopló.
—¡No puedes seguir comportándote como un imbécil! —rugió—. ¡No después de todo lo que costó levantar tu carrera! Ya cometiste un error antes... —bajó la voz, como si fuera a confesar un pecado mortal— por enamorarte de una fanática.
Sentí que todo mi cuerpo se tensaba como una cuerda de guitarra a punto de romperse.
Mi mandíbula se apretó hasta doler. El solo hecho de que sacara ese tema... era una puñalada en un lugar donde aún no había cicatrizado.
—Cállate —le advertí, en un susurro frío, lleno de furia.
Pero Andrés no conocía límites. Nunca los había conocido.
—¡Yo te salvé de ella! —gritó—. ¡De esa rubia oportunista que solo quería tu dinero! ¡Gabriel, despierta de una maldita vez!
Y eso fue todo.
El dolor, la rabia y la impotencia... todo explotó en un segundo. Mi mano torpe, vendada y enyesada se lanzó hacia adelante y conectó con su mandíbula en un golpe nada técnico pero completamente satisfactorio.
—¡Hijo de puta! —gruñó él, tambaleándose hacia atrás.
Me incorporé de un salto, ignorando el zumbido agudo que llenó mis oídos y el ardor punzante en mi mano herida.
Me puse la chaqueta con brusquedad, con mi mente inundada de imágenes: su cabello dorado bailando al viento, sus ojos verdes, riendo, sus labios susurrando que me amaba.
—No me importa si solo quería mi dinero —escupí, cada palabra era un latigazo de mi propio dolor—. ¡Yo estaba dispuesto a darle todo! ¡Todo, maldita sea!
Andrés me miraba como si yo fuera una bomba a punto de estallar.
—¡Ella aceptó el cheque en blanco, Gabriel! ¡Eso demuestra que no te amaba! ¡Eso demuestra que todo era una mentira!
Me quedé inmóvil por un instante. Las palabras colgaban en el aire. Tragué saliva, sintiendo cómo la garganta se me cerraba y el pecho se me llenaba de un vacío insoportable.
Sin responder, agarré mi celular de la mesita, pasé junto a Andrés como un fantasma y salí del hospital.
No miré atrás. No me importaba.
El frío de la tarde me recibió como una bofetada.
Mi auto negro un Mustang clásico que amaba como a un hijo me esperaba en el estacionamiento. Abrí la puerta de un tirón, me lancé dentro y cerré con un portazo.
Apoyé la frente contra el volante, intentando respirar. Intentando pensar.
Fallando miserablemente. Finalmente, saqué el celular, encendí la pantalla...
Y allí estaba ella.
Aileen.
Su foto seguía siendo mi fondo de pantalla. Cabello rubio brillante, ojos verdes que podían encenderme el alma o destruirme en un segundo. Sonriendo. Como si nada hubiera cambiado.
Sentí que el corazón se me encogía.
Mi dedo rozó su mejilla.
—¿Dónde estás, mi amor? —susurré—. Dime que no me abandonaste por dinero... Dime que aún me amas. Ya han pasado casi siete años sin ti, mi amor.
El dolor me atravesó como una bala perdida.
Cerré los ojos, con la garganta cerrándose como un nudo marinero.
Afuera, la ciudad parecía seguir su vida indiferente a mi miseria. Todo igual. Menos yo.