—¡¿Qué haces acá?!
—Vine a ver cómo estabas.
—¡¡No importa cómo estoy, vas a matarme de un infarto, Candela!! ¡¡Ve a buscar a ese hombre que no se nos escape!!
De hecho, es lo que creo que dice en realidad porque tiene la lengua mucho más arrastrada que su cachucha. O sea, está pegajosa.
Da unos tragos a la canilla de agua corriente de la cual no me atrevería a beber, se enjuaga la boca y sale metiéndose una pastilla de menta a la boca.
—¡Vamos! ¡Tenemos un dios caribeño que perseguir!
Quién quiere a un dios griego cuando se tiene uno latino.
Salimos del baño y corremos en dirección a la pista. Una vez que llegamos donde se supone que deberían estar nuestros “amigos” nos damos cuenta de que se han ido. No están por ninguna parte. Ella grita por encima de la música:
—¡Te lo dije! ¡Te dije que te quedaras, Candela!
—B…Bueno, ¡ya! ¡Sigamos bailando entre nosotras!—le digo, invitándola a bailar conmigo, tomándola de las manos.
—¡Ahora tendré que enfocarme en un nuevo objetivo latino y dudo que vuelva a encontrar a otro de sangre caliente como ese!
—¡Creía que tu objetivo era ayudar a tu amiga a salir de una decepción amorosa! ¡Quien creía que era mi novio me dejó hace unos días y se casó con su ex!
—¡Porque es un idiota! ¡Bailemos! ¡Y vamos por unos tragos!
Okay, creo que el vómito no le sirvió de escarmiento, pero sí para vaciar el estómago y seguir bebiendo.
La acompaño, ella pide vodka con pulpa de frutas y regresamos a la pista. Esta vez le acepto un poco más de bebida que se vuelve un cóctel demasiado potente en compañía de la música fuerte, de los parlantes golpeando mi pecho y mi cabeza, de todos sudando al ritmo de la sabrosura centroamericana.
Hasta que ponen una canción que a Carmen le fascina cantarme a gritos en voz alta mientras rompe hasta abajo sacudiendo las carnes:
—¡Escucha, Candela!
—¡Oh, vaya, qué glorioso!
—¡Tiene cara de santa, es tremenda malcriada! (...) ¡Su amiga me contó que se escapó de Candilandia!
Y con el trago en una mano y mi cintura en su otra mano sacudimos las pompas hasta abajo, ambas pegaditas y con los tragos salpicándonos a cada rato. Una vez que subimos, ella lo hace muy rápido y el trago nos baña el pecho a ambas.
—¡Oyeeee!—le suelto.
Ella rompe en carcajadas y vuelve a beber.
Yo también río y chocamos los vasos.
Seguimos bailando y disfrutando de una noche entre amigas, como tendría que haber sido desde el comienzo.
—O…Oyeg amigag. Estoy gun pogo egria.
Mi voz suena rara, yo misma me la desconozco mientras salimos del bar y siento la manera en la que me cuesta un poco coordinar los pasos.
Pero Carmen está a mi lado sosteniéndose de mis hombros y nos ubicamos a la orilla, tratando de llamar a un taxi.
—Degsguida yo egstoy agostumbraga. Agostumbra…da… ¡Jaaaa! ¡Dije bragas! ¡Jaaaaa!—me dice ella rompiendo en carcajdas.
—Yag… Mejor vamogs… Ahí viene un gaxi…
—¡Logui, logui, loguita como gandy! ¡Azotag azotag…! ¡Oh, miga! ¡MIRA ESO! ¡Los amigos de gogolate! ¡Heeeeey por acaaaagg!
Ella les grita y entonces les veo.
Son los chicos que estuvieron bailando con nosotras más temprano. El acosador y su novio el que está muy fuerte.
Ellos nos miran, pero también todos alrededor ante el grito de mi amiga. Santo cielo, necesito que se abra la tierra y me meta hasta el fondo.
—Mejor vamogs, amiga—le digo tratando de componer la voz.
—¡Yujuuuuuuuu! ¡Agaaaaaa!—ella les grita desenfrenada.
Están con otros tres amigos. Son cinco en total.
No me imagino lo que cinco hombres podrían hacer con dos chicas ebrias, pero ella parece estar tentando al peligro y su suerte.
Acto seguido, el más lindo de todos, Antonio, nos ve y camina en nuestra dirección. ¡Oh, no, lo que faltaba!
—¿Está todo bien?—pregunta Juan Antonio más en mi dirección que en la de Carmen considerando que ella fue quien le llamó.
—Gracias, ya nos ígamos—le digo mientras me voy a la calle. Pero él me detiene:
—¿Ahí?
Señala el taxi.
Se lo están tomando otras personas.
Oh, caramba.
—No… En ogro—le contesto.
—¿Seguras que pueden andar solas?
—Perfeg… Perfegtameg… Menteg. —Dios santo, parece ser que la palabra se me ha olvidado de qué manera se pronuncia.
Mientras hablo, él se da cuenta de que no es tan perfecto.
—Vamos, yo les llevo—propone—. Mi coche está por allá—señala hacia la esquina.
—No será ne…—empiezo.
Aunque Carmen se aferra a los bíceps amplios que están por rasgarle la camiseta y le advierte antes que yo:
—Engantada de subir a gu goche, bombon.
Juan me mira.
Y me sonríe.
Con esa sonrisa, ya ganó.
Trago grueso, segura de que su mirada me pone a temblar la panocha y asiento luchando contra mis propios impulsos.
—Bueno, pero nos degas en mi gasa y chao.
—Así será—confirma.
Y me voy tras él que sostiene a Carmen colgando de su brazo.