Sé que es mejor para ti.

Capítulo 66. El nacimiento de mi hijo. Elvira.

Mi embarazo ya estaba llegando a su fin. Solo quedaban unas pocas semanas, cuando podría ver la carita de mi hijo. El médico me convenció de una cesárea programada por mi edad y la acepté, porque confiaba plenamente en él. Leo insistió en que me mudara a Los Ángeles ya porque, en su opinión, ya era peligroso que me quedara en Sun Beach sola.

Por lo tanto, yo estaba recogiendo las cosas restantes, principalmente de mi hijo, para que leo, cuando vuelva a buscarme después del trabajo, no me estaría esperando, y lo más importante, para no olvidar nada. Puse música divertida y comencé a empaquetar la ropa del bebé. Acordamos, que Leo vendría a recogerme en dos horas, pero todo cambió en cuestión de minutos.

Los terremotos en California son igual de “inesperados”, como los huracanes en Texas. Rara vez pasa un año sin temblar en alguna parte. Todos los residentes de este estado saben muy bien, cómo actuar, cuando suena la alarma. Solo que hoy, arrastrada por la tarea de mi mudanza, no le presté atención en absoluto. En el momento en que sucedió todo, yo estaba en el garaje. ¿Para qué, diablos, fui allí?

Un estante con herramientas de jardín y todo tipo de tonterías se derrumbó sobre mí. Con los brazos extendidos hice todo lo posible por sujetar la estantería, pero era muy pesada. La dejé caer y ella me apretó sobre la pared. Lo primero, en que pensé fue en cerrar mi barriga, como cualquier mujer embarazada, para proteger al niño, por eso no noté, que el cortador de hierba se cayó y se clavó en mi muslo. Grité de dolor tan fuerte, que me quedé sorda.

- ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!

Pero nadie me escuchó. Sentí el dolor ya en mi espalda. Pensé que algo la había presionado, así que traté de alejarme, pero el dolor no desaparecía, e incluso aumentaba de vez en cuando, pero aún podía soportarlo. Recé a todos los Santos, para que Leo viniera lo antes posible, porque temía, que el cortador, clavado en mi muslo, pudiera causarme pérdida de sangre. Mis fuerzas se agotaban, cuando escuché un ruido en el piso de arriba de la casa.

-Leo, estoy aquí en el garaje, - grité, esperando que fuera mi ahijado y no unos ladrones, que aprovecharían la situación, para saquear mi casa.

Entonces sentí que el estante se levantó y me sentí mejor. Y de repente los ojos del color caramelo aparecieron frente a mí. Al principio pensaba, que esto era un delirio, pero sintiendo nuevamente un dolor agudo en la espalda, me di cuenta de que esto, no era una ficción de mi conciencia enferma, sino la realidad. Davide Carmona estaba a mi lado.

- Eli, querida, aguanta un poco. Todo va a salir bien. - dijo, vendándome la pierna y poniéndome un torniquete.

- Davide, me duele la espalda. - susurré, al parecer me rompí la voz, cuando pedí ayuda.

- Ahora, ahora, - me calmó, levantándome en sus brazos.

Me sacó del garaje y me subió a un taxi.

- ¡No! ¡No! ¡Me mancharás todo el interior! - Gritó el taxista.

- ¡Cállate! Idiota, ¡si no me ayudas ahora, te enterraré aquí vivo! - Le gritó Carmona enfadado.

- Está bien, está bien, - se asustó el conductor y me ayudó a subir al coche.

- Todo está bien, cariño, ahora todo estará bien, - decía Davide, abrazándome y acariciando mi barriga.

- ¿Cómo llegaste aquí? - Le pregunté.

- Ya no importa, lo principal, es que llegué a tiempo, - dijo.

En ese momento, el dolor me atravesó nuevamente, el cual fue descendiendo cada vez más abajo.

- Davide, ¿le pasó algo al niño? Me duele mucho la barriga abajo y parece, que me he mojado, - pregunté con miedo y sonrojé de vergüenza.

- ¿De cuántas semanas estas? - Preguntó, pasando la mano por el asiento debajo de mí.

- Treinta y siete semanas, - respondí.

- Puedes ir más rápido, - le preguntó al conductor.

- No, no puedo, mira que atasco hay, parece, que todo el mundo se escapa de aquí, - contestó el chofer.

- Entonces, para en algún lugar y consigue un botiquín de primeros auxilios, - ordenó Carmona.

Cuando el coche se detuvo en un arcén, me pidió que me tumbara en el asiento trasero y abriera las piernas. En cualquier otra situación, podría haberlo enviado al bosque a buscar setas, pero tenía miedo, el dolor aumentaba, y él era el único médico en ese momento en mi disposición, así que hice todo lo que me pidió, sin resistir.

- Eli, cariño, estás de parto, no llegaremos al hospital, así que te ayudaré a dar a luz a nuestro hijo. ¿Confías en mí? - Preguntó.

“¿En quién más podría confiar?” - pensé, y pronuncié en voz alta:

- Sí, pero mi cesárea está programada en dos semanas.

- Bueno, esto es como siempre, propone el hombre, pero Dios dispone. Darás a luz ahora y aquí, así que escúchame y haz lo que te voy a decir. ¿de acuerdo? - Él sonrió.

- Está bien, - le respondí.

- Cuando empujes, trata de no apoyarte en la pierna lesionada, ¿entendiste? - me advirtió.

- Si, pero debo confesar, o mejor, decir que ... - aquí nuevamente un fuerte dolor me impidió hacer la confesión del siglo.

- Respira, respira mi amor, - me tranquilizaba, - lo haces todo bien.

Respiré, como él decía y como me enseñaron en los cursos, pero esa mierda no ayudaba, el dolor aumentaba con cada segundo y parecía, que ya no me iba a dar tregua.

- Eli, ahora empuja, pero no te apoyas en la pierna herida, - ordenó, poniendo mi pierna sana en su hombro. - ¡Vamos, empuja! ¡Apoya con este pie en mí y empuja!

Cuál era mi estado, cuando vi a mi hijo en manos de su padre, no lo puedo describir con palabras. ¿Alegría? ¿Felicidad? ¡No! Me sentí tranquila, porque estaba segura, de que estaba muerta, y ya desde el cielo vi a mi amado besando a nuestro hijo. No tenía dudas, que lo cuidaría y lo amaría tanto como yo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.