Y así ocurrió.
Eran las once de la noche. Mi jefe anunciaba a los comensales que el restaurante cerraría en media hora. Yo estaba detrás de la barra, observando cómo algunos clientes hacían muecas y otros se apresuraban a pagar la cuenta.
El jefe nos había preguntado si alguna de nosotras se ofrecía voluntaria para atender a un grupo de personas que utilizarían el restaurante hasta tarde. Sería sólo por esa noche. Yo acepté. Era un viernes de septiembre.
-Ava, ya sabes que debes…
-Lavar los platos, fregar el piso, ofrecerles café, estar al tanto… ¡Ay! Lo sé, Joe. Ve tranquilo.- dije sonriéndole a mi jefe, un atractivo cuarentón de tez morena y hermosa sonrisa cuya presencia ponía nerviosas a todas las chicas que trabajábamos en el restaurante.
-Bien. Y no olvides permanecer en la cocina y salir cada media hora a preguntar cómo va todo.
-O…kay…- respondí, arrastrando las sílabas.- Aún no logro entender el por qué debo esconderme.
-Ava, ellos son nuestros clientes más importantes. Vienen aquí una vez cada 5 años en la misma fecha. De verdad estoy muy agradecido que tú te hayas ofrecido voluntaria para ésto. Confío en ti. Y creo que te interesará saber que dejan una propina bastante generosa. – Joe guiñó un ojo, me sonrió y se fue.
Y justo a las once y treinta, el restaurante quedó medio vacío, salvo por unos hombres que permanecieron en sus asientos. La mayoría eran bastante mayores, otros tendrían unos cincuenta años. Joe los recibió amablemente, los invitó a que lo acompañaran y les mostró cuál sería su mesa, justo al fondo del local, a unos cuantos metros de la puerta de la cocina. Era el lugar más tranquilo y donde yo podía echarles un ojo sin tener que salir.
Joe me llamó para presentarme. Les dijo mi nombre y que yo sería la mesera encargada de ellos esa noche. Les sonreí, y no pude evitar notar que todos llevaban un color simbólico: una prenda púrpura. Joe, entonces, se disculpó por tener que retirarse.
Cuando yo había terminado de servir el café y me disponía a irme a esconder a la cocina, decidí que era mejor quedarme a hacer corte en la caja. Pero, ¡oh!, ¡Grave error!
Como una fuerza magnética, algo me hizo alzar la mirada y toparme con los ojos de un anciano que me veía acusadoramente. Lo entendí: ¡A la cocina!
Permanecí ahí un rato, tratando de buscar algo qué hacer. Revisé que estuvieran bien
limpios los cubiertos y los platos, encendí la cafetera, barrí y trapeé el suelo ochenta
veces hacia la izquierda y ochenta veces hacia la derecha. Alcé la vista para ver la hora:
Las dos de la mañana. Me acerqué a la puerta para escuchar si ya se iban, pero seguían conversando y parecía que no planeaban terminar la reunión en un rato.
Me senté en un banquito alto, coloqué mi cabeza en la mesa de filo metálico y cerré los ojos. Recordé que tenía un trabajo pendiente de la escuela. Yo debía estar en casa trabajando en ello, pero en cambio, estaba en la cocina de un restaurante a las afueras de la ciudad… Y me pregunté, ¿qué hace un grupo de ancianos en una reunión dentro de un restaurante de carretera a las dos de la madrugada?
Estaba quedándome dormida, cuando de repente escuché que la puerta de la cocina se abrió. Temí lo peor. Por haberme quedado dormida, los ancianos vendrían a buscarme para reclamarme por atenderlos mal y le dirían a Joe, me despediría...
-Hola. -era la voz de un hombre, uno joven. ¿sería Joe? ¿Habrá vuelto? ¿Le habrían llamado para quejarse de la mediocre mesera? Alcé la vista.
Era un chico. Alto, de tez blanca, cabello negro azabache que caía sobre sus hombros. Llevaba un traje de cuero negro y cadenas. No recordaba haberlo visto en la reunión, pero supuse que había llegado más tarde. Traté de ser amable, pero sólo conseguí decir estupideces.
-Supongo que quieres más café para no quedarte dormido en esa aburrida junta.
-No, de hecho, creo que mejor no volveré.- noté cómo su mandíbula firme se tensó, agachó la mirada y agregó - ¿Te importa si me quedo contigo a charlar un momento?
-Adelante. No tengo nada mejor que hacer.
No rio, ni siquiera sonrió.
-¿Cómo te llamas? – preguntó él.
-Me llamo Ava. ¿Y usted?
-Me llamo Viktor. No me hables de usted.
-Encantada, Viktor.
-Muy bien.- me miró desafiante.
-¿Eres del sur? Noto un acento raro en tu voz…- dije, sin saber cómo terminar la oración.
De pronto escuché el ruido de las sillas arrastrándose afuera. Alguien gritó el nombre de Viktor. Él entornó los ojos.
-Me tengo que retirar, Ava. Encantado, igualmente. – salió rápidamente, y fue entonces que noté que Viktor no llevaba ninguna prenda púrpura.
Esa noche volví a casa y me tumbé en la cama a dormir. Toda la noche soñé con ancianos de traje y prendas púrpura sentados a la mesa, bebiendo café, vino y ron… Y en medio de ellos, una alta sombra que me miraba con ojos inescrutables.