Estaba nerviosa, demasiado nerviosa que mis manos temblaban de forma incontrolable porque no me sentía cómoda con lo que podía pasar a continuación. Me levanté con premura de mi asiento para empezar a caminar de un lado en mi pequeña sala cocina para tratar de tranquilizarme un poco o terminaría con un ataque al corazón. No tenía ni la más mínima idea de porque acepté la loca idea de mi vecina de participar al Secret Santa, cuando prefería acurrucarme debajo de mi manta favorita y no salir hasta que las festividades acabaran, pues solo hacían que mi corazón se encogiera en el centro de mi pecho por el dolor de no tener a nadie a mi lado.
Sacudí mi cabeza para alejar esos pensamientos de ella, pero no podía negar que la Navidad siempre me recordaría a mi madre y a la infancia que tuve junto a ella, como buscaba hacerme feliz y demostrarme que las festividades iban más allá de la gran cena y los regalos. Nunca conocí a mi padre porque él huyó cuando supo que yo venía en camino, así que no fui reconocida por él y ni tenía una foto para saber si teníamos algún parecido o no. Aun cuando eso no era relevante para mí. Mi madre fue todo en mi vida y siempre la admiré por sacarme adelante mientras trabajaba como camarera en una cafetería de veinticuatro horas. Ella siempre dio su vida por mí y por mi bienestar, para que nunca me faltara nada.
Sin embargo, ella feneció hace cinco años atrás por culpa de un conductor borracho que decidió que saltarse un semáforo rojo era la mejor idea de la vida. Odiaba el alcohol por esa razón, ya que te hacía perder la lógica y tomabas malas decisiones. La elección de una persona extraña me había arrancado de mi lado a la persona más importante que poseía. Aprendí una lección de vida; que cada decisión o elección traía una consecuencia y muchas veces una persona inocente la terminaba pagando. Yo apenas tenía apenas veinte años cuando tuve que darle el último adiós a mi madre, sin comprender que la perdida dolía más allá del luto y que nada volvería a ser lo mismo sin ella junto a mí.
―Debo tranquilizarme ―me murmuré.
Por lo tanto, me detuve de golpe de mi caminata, la misma que provocaría que hiciera un agujero en el suelo y cayera el piso de abajo. Tomé una fuerte respiración para tranquilizarme y dejar de estar nerviosa, pues lo único que tenía que hacer era dejar un pequeño regalo frente a la puerta de mi vecino. «Fácil decirlo», dijo mi mente y resoplé, ya que no me estaba ayudando para nada. Anduve hacia mi pequeña habitación de baño para salpicar un poco de agua en mi rostro y darme el valor que necesitaba, pues tenía pavura de que él se diera cuenta de que yo era su Secret Santa.
»Tú puedes, Mina ―le dije a mi reflejo―. Es solo dejar un detalle y nada más.
»Y sabes que no está en casa ―concluí.
Me había cruzado con él cuando yo regresaba a casa del supermercado, pues me quedé sin leche y otros productos de primera necesidad. Por lo tanto, no existía riesgo de que ya se hallara en su departamento, pero los nervios estaban siendo mella en mi interior y no me ayudaban en nada. Alcé mis brazos para llevarlos hacia mi rostro y colocar los mechones de mi cabello detrás de mis orejas, pues estaba tan despeinada que parecía a Samara de la película del Aro. «Con lo mucho que me gustan las películas de terror», pensé con ironía. Sin embargo, el Aro era una película que todos conocían, aunque no la hubiera visto.
Di un paso hacia atrás para alejarme del fregadero, mientras dejaba caer mis brazos a mi lado. Resoplé con resignación, tratando de comprender porque había en el Secret Santa cuando odiaba ese tipo de juegos porque siempre me parecieron muy injustos. Tú dabas un regalo de buen valor para recibir baratijas a cambio. No obstante, no pude resistirme a la petición de mi vecina Amber, pues su ilusión me empujó a aceptar algo que podía cambiar mi vida para siempre.
Entré a mi departamento, sacándome los malditos zapatos de tacón alto que calzaba para el trabajo, los cuales odiaba a muerte porque me dejaban con un dolor de pies que nunca se quitaban. Pasé todo el día caminando de un lado al otro con documentos en mano para que fueran revisados y aprobados antes de las vacaciones por las festividades. Mi plan para mi domingo no fue estar en la oficina, pero las decisiones de la junta directiva eran claras y no me iba a arriesgar a perder mi trabajo, ya que era el único sustento que tenía para vivir.
Trabajaba en el área administrativa de una multinacional que se encargaba de producir bebidas energéticas, la misma que nunca consumía porque no era fan de ese tipo de bebidas y me ponían en un frenesí que odiaba, pues parecía que me daría un ataque al corazón. Exhalé con fuerza mientras movía de un lado al otro mi cabeza para que mi cuello tronara, ya que me sentía un poco estresada con todo el trabajo que se debía realizar antes de las vacaciones. A mí no me importaba trabajar en Navidad y Fin de Año porque no tenía con quien pasar, pero comprendía que para mis compañeros esas eran fechas importantes y que harían lo que fuera para que nadie las tocara. Así que ahí me tenían un domingo a las seis de la tarde, vestida con mi falda lápiz de color negro y mi blusa blanca, con los malditos tacones de aguja y un moño apretado en mi cabeza que después de un tiempo provocaba dolor.
Retiré el abrigo de mi cuerpo para lanzarlo al sofá de dos plazas que se encontraba a pocos metros de distancia de mí. Sabía de qué debía tratar bien a la prenda para que no tuviera arrugas, pero me encontraba exhausta, con hambre y con demasiado frío. Solo quería prepararme una taza de chocolate caliente, darme un baño con agua fría y acostarme a dormir porque el día siguiente tendría que repetir la misma rutina y eso me ponía de malas. Di un paso hacia adelante mientras llevaba mis manos hacia mi cabello para soltar los pasadores que sostenían el peinado en su lugar cuando un golpe en la puerta me hizo detener de golpe y mirar por encima de mi hombro. «¿Quién será?», me pregunté porque yo no recibía visitas.