ALINA
No dormí.
No podía.
Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba su voz.
No como un recuerdo, sino como si aún estuviera allí, murmurando desde algún rincón invisible de la habitación.
La biblioteca seguía oliendo a polvo y misterio al día siguiente, pero algo había cambiado.
El libro que juré haber dejado en el sótano estaba sobre mi escritorio, perfectamente cerrado, como si nunca lo hubiera tocado.
Lo observé por largos minutos.
Nadie más tenía la llave de esa sección.
Nadie.
Intenté concentrarme en mis tareas, en los registros de donaciones y restauraciones, pero cada página que abría parecía tener su nombre oculto entre las líneas.
Adrian.
No sabía por qué ese nombre resonaba tanto dentro de mí.
Esa tarde, la lluvia golpeaba los ventanales con fuerza.
El cielo se había vuelto del mismo tono que el lomo del libro: gris oscuro, casi negro.
Una gota se deslizó por el cristal justo cuando una voz —baja, profunda, inconfundible— rompió el silencio.
—Dije que nos veríamos pronto.
Me quedé inmóvil.
El aire se volvió pesado, como si el edificio entero contuviera la respiración.
Giré lentamente.
Y lo vi.
Apoyado contra una estantería, vestido de negro de pies a cabeza, observándome con una calma que resultaba más amenazante que cualquier grito.
Tenía el rostro definido, casi irreal: pómulos marcados, labios serios, una mirada tan oscura que parecía absorber la luz.
No sabía si temblar o mirarlo más de cerca.
—¿Quién eres? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
Él dio un paso hacia mí.
No hizo ruido.
Ni siquiera el suelo crujió bajo sus botas.
—Soy quien custodia lo que el resto olvida —dijo, con esa voz baja que parecía rozarme la piel—.
Y tú… abriste mi camino.
Tragué saliva.
—No entiendo.
—Lo harás. —Otro paso. Estaba frente a mí ahora, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo—. La ciudad guarda secretos. Yo los recojo. Tú los lees.
Somos más parecidos de lo que crees.
Quise retroceder, pero su mirada me detuvo.
Era magnética, peligrosa, demasiado segura de sí misma.
Y aunque todo en mí gritaba que me alejara, algo dentro me pedía lo contrario.
—¿Por qué yo? —susurré.
Una leve sonrisa se dibujó en sus labios, apenas visible.
—Porque tú recuerdas cosas que nadie debería recordar.
Mi corazón dio un salto.
Él sabía.
Sabía de los vacíos en mi memoria, de los sueños que tenía desde niña, de las imágenes que no pertenecían a mi vida y que me perseguían cada noche.
Adrian levantó una mano.
No me tocó, pero fue suficiente para que el aire entre nosotros se electrizara.
—No tengas miedo, Alina. —Su voz descendió a un tono casi íntimo—. El miedo solo despierta más poder.
Mi respiración se volvió irregular.
El olor a lluvia, tinta y cuero me rodeó por completo.
Durante un instante, sentí que el tiempo se detenía, que nada más existía fuera de ese espacio, de su mirada fija en la mía.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté.
Él inclinó la cabeza apenas, sin apartar los ojos.
—Todo.
Esa palabra se clavó en mí como un hechizo.
No supe si lo decía por poder, por conocimiento… o por algo mucho más peligroso.
Cuando parpadeé, ya no estaba.
Solo el libro, abierto sobre mi escritorio, con una nueva frase escrita en tinta fresca:
El guardián no pide permiso. Solo reclama lo que le pertenece.
Me quedé mirando esas letras hasta que la última gota de lluvia cayó del cristal.
Y aunque no quería admitirlo, una parte de mí deseaba volver a escucharlo.
Graciasss por leerme.