La ciudad volvió a respirar.
Virel siempre había tenido su propio pulso, un latido escondido entre las paredes antiguas y los susurros de sus templos. Pero esa noche, por primera vez, sentí que su corazón y el mío latían al mismo ritmo.
El artefacto descansaba frente a mí, inerte, sus luces apagadas después de contener el caos que casi nos consume. Lo había construido para destruir a Adrián, pero terminó uniéndonos de un modo que ni los dioses podrían deshacer.
Lo encontré observando el amanecer desde la terraza del templo mayor. Su silueta recortada contra la luz dorada parecía menos un hombre y más una sombra viva, una que por fin había encontrado descanso.
—¿Lo sientes? —pregunté acercándome—. La ciudad está en calma.
Adrián sonrió, apenas, con ese gesto que siempre me desarmaba.
—La calma no es más que el silencio entre dos tormentas —susurró—. Pero si tú estás en medio de la próxima, no tengo miedo.
Me acerqué hasta quedar frente a él. Sus manos buscaron las mías, y el contacto fue suficiente para encender una chispa que reconocí en lo más profundo de mi ser. Había peligro en su toque, pero también una promesa.
—No somos héroes —le dije.
—Ni villanos —respondió él—. Solo los guardianes de aquello que el mundo no debe olvidar.
El viento movió las páginas del libro que llevaba conmigo, aquel que guardaba los nuevos secretos de Virel. Los nuestros.
Porque cada amor prohibido deja huellas, y las nuestras estaban escritas con fuego y sombra.
Adrián me besó, y el amanecer se volvió más brillante.
Por un instante, sentí que el tiempo se detenía, que los templos nos observaban, y que la historia, de algún modo, nos perdonaba.
La ciudad volvió a vivir.
Y entre sus ruinas y susurros, una nueva leyenda nació:
la de la bibliotecaria que amó al ladrón de los secretos.