Choco contra la pared. Su mano se posa en mi cuello, haciendo que arquee mi cuerpo. Mierda…nunca sentí tanta adrenalina en mi vida.
—No… puedo —logré decir entrecortadamente, rompiendo el momento como si de pronto el aire se hubiera congelado.
Stevan se separó de mí de inmediato, con el ceño fruncido y una expresión confusa que me rompió el alma. Él no entendía, y yo tampoco sabía cómo explicarlo del todo. No era rechazo, no era desinterés. Todo lo contrario. Pero…
—¿Hice algo mal? —preguntó, con una mezcla de desconcierto y vulnerabilidad en la voz que no solía mostrar.
—¿Qué? No, no… —me apresuré a responder, sacudiendo la cabeza mientras intentaba recuperar el control de mis pensamientos—. No hiciste nada malo, Stevan. Solo que… no creo que esté bien que hagamos lo que sea que está por pasar cuando los dos estamos ebrios. No estamos pensando con claridad. Y no quiero que esto… lo arruine todo.
Stevan bajó la mirada, como si mis palabras lo hubieran traído de vuelta a tierra firme. Su pecho subía y bajaba con fuerza, y por un momento creí que iba a alejarse sin decir nada. Pero entonces, dio un paso más cerca. Su voz salió baja, apenas un susurro entrecortado que parecía contener más de lo que decía.
—Quería besarte —confesó, sin mirarme—. Pero tenés razón… No debería. No cuando… todavía estoy enamorado de ella.
Sentí un latigazo seco en el estómago. Tragué saliva, intentando no reaccionar, no mostrar nada. Pero mis labios se movieron por reflejo, dejando escapar lo único que se me ocurrió.
—Yo… nunca mencioné eso.
Él alzó los ojos hacia mí, como si recién se diera cuenta de lo que había dicho. Por un segundo, nuestras miradas se encontraron y me pareció ver un brillo triste en la suya, algo cansado.
—Lo sé —murmuró simplemente, con esa voz ronca que se quebraba entre el alcohol.
Antes de que pudiera decir nada, Stevan dio un paso en falso hacia atrás, tambaleante. Quise alcanzarlo y decirle que se recostara. Pero él se inclinó hacia adelante de pronto… y cayó sobre mí.
—¡Stevan! —exclamé en un susurro urgente, atrapada entre su peso y la pared.
Su cabeza descansó contra mi hombro, su cuerpo medio vencido sobre el mío. Pude sentir su respiración caliente contra mi clavícula, irregular al principio… pero luego empezó a calmarse. Cerró los ojos ahí mismo, como si mi cuerpo fuera el lugar más cómodo del mundo para desplomarse.
—En serio… ¿me estás jodiendo? —murmuré, sin poder evitar una pequeña risa ahogada, mitad frustración, mitad ternura.
Intenté moverlo, pero era inútil. Estaba completamente dormido. Su cuerpo relajado, el aliento tranquilo, como si todo lo que acababa de decir no me hubiera dejado hecha un nudo por dentro.
Lo sostuve un rato así, en silencio. Sentí cómo la calidez de su piel se mezclaba con la mía y cómo, a pesar de todo, una parte de mí quería quedarse en ese instante… aunque supiera que no significaba lo mismo para él.
Suspiré. Él dormía tranquilo, mientras yo solo pensaba en lo pesado que era.
Esto es lo que te pasa por subir.
Maldigo por dentro. Intento llevar su cuerpo y recostarlo en la cama, pero solo logro caerme con él.
Mi cuerpo cae sobre el suyo con un golpe seco contra el piso. Un quejido se me escapa por el impacto, pero él no se inmuta. Ni un gesto, ni una palabra. Stevan sigue ahí, rendido al sueño, como si todo lo que había pasado no le pesara en lo más mínimo.
Su rostro está a solo centímetros del mío. Y aunque sé que debería moverme, levantarme, alejarme… no lo hago. Me quedo ahí, mirándolo.
Hay algo en su expresión que me desarma: esa paz, esa inocencia que solo se le asoma cuando duerme. Sin la carga de las palabras no dichas, sin el mundo ruidoso. Tranquilo.
—¿Por qué no puedo ser ella? —susurro, casi sin darme cuenta, como si las palabras se escaparan solas de mi pecho.
No sé si quiero una respuesta. Parte de mí arde por saber quién es esa otra que ocupa su corazón, esa que habita su memoria incluso en medio del alcohol. Pero otra parte… otra parte solo quiere soltarlo. Seguir adelante. Huir de todo esto antes de que me rompa del todo.
Y sin embargo, ahora estoy acá. En este instante donde nadie interrumpe, donde los relojes parecen haberse detenido. Solo él y yo. Su cuerpo junto al mío.
Quisiera detener el tiempo. O quizás solo a mí misma.
Pero no puedo.
Porque incluso en el momento más íntimo, sigo siendo una sombra al lado de quien él realmente quiere.
Suspiro. Con cuidado, me deslizo hacia un lado para liberarme de su peso sin despertarlo. Stevan se queja apenas, un murmullo incomprensible que se pierde en la quietud del cuarto. Lo observo un segundo más, como si pudiera grabar ese instante en mi memoria, y luego me obligo a ponerme de pie.
Camino hasta su cama. Todo está desordenado: las sábanas hechas un ovillo, una almohada en el suelo, una media colgando del respaldo de la silla y —¿es eso una taza de café vacía al lado del velador?—. Trato de no rodar los ojos.
Tomo una de las almohadas que aún están sobre el colchón y regreso junto a él. Me arrodillo y, con movimientos lentos, le acomodo la cabeza sobre la almohada.
—Así estás mejor —susurro, aunque sé que no me escucha.
Después busco una frazada. Está colgada de una silla, arrugada pero limpia. La sacudo apenas y vuelvo a él. La extiendo con suavidad sobre su cuerpo, cubriéndolo hasta los hombros. Se ve tan vulnerable así, dormido, envuelto en el silencio y el calor de la noche.
Me quedo arrodillada a su lado un momento más. Podría tocar su cabello, susurrarle que lo quiero, que me parte en dos esta cercanía tan vacía. Pero no lo hago. Solo lo miro.
Pareces una acosadora.
Decido levantarme. El aire en ese cuarto ya se siente demasiado denso, y necesito reencontrarme con Josie y Lola. Quizás fingir que todo está bien. O simplemente distraerme.