Secretos del pantano Ross: Raíz de Jacaranda

Capítulo uno: El despertar del horror de Hope

5 de Febrero de 1965

Un año. Un año de noches en las que el jacarandá en flor danzaba en mis pesadillas, sus pétalos morados tiñéndose de escarlata. Un año desde que la sangre, mi propia sangre, empapó la fría madera de la cabaña en Hope, tan cercana al misterioso y silencioso Pantano Ross. Había sido un año de falsas esperanzas, de sonrisas forzadas para Harry, mi esposo, y para la omnipresente y gélida Nora Queen, su madre. Un año en el que había intentado, en vano, borrar el eco de la conversación que lo había cambiado todo: la verdad sobre el "medicamento" y la macabra conveniencia de la familia Queen, una verdad tan espantosa que mi mente se negaba a aceptarla por completo.

Me senté sobre la cama con una brusquedad que me dejó sin aliento. Un grito ahogado se atascó en mi garganta, el recuerdo del sueño horrible, vívido y cruel, aún quemándome los párpados. Quería olvidar la estupidez de mi propia inocencia, la ceguera que me había llevado a este pozo de pesadillas. Anhelaba crear nuevos recuerdos, limpios, decentes, para desplazar la podredumbre que se había incrustado en mi subconsciente. Una pequeña parte de mí, esa parte que se negaba a morir, sabía que olvidar lo sucedido hace un año era una quimera. Pero, de igual manera, tenía que seguir adelante, aferrándome a la quimera de la felicidad junto a Harry, el hombre al que, a pesar de todo, aún amaba.

Harry emitió un sonido ronco, un quejido gutural al sentir el brusco movimiento de la cama. Tenía el sueño increíblemente ligero, un reflejo de la tensión constante en la que vivía, siempre alerta, siempre en guardia. Por eso se despertaba con facilidad. Yo, en cambio, trataba de ser una sombra, de no emitir sonido alguno, deseando que pudiera seguir durmiendo con tranquilidad, ajeno a mi tormento. Quería que tuviera ese breve respiro de la pesadilla que, sin saberlo del todo, también era la suya.

—¿Qué sucede? —Preguntó, incorporándose en la cama, tallándose sus ojos azules celestiales con el dorso de la mano. Su ceño estaba fruncido en una expresión de preocupación, o quizás, de fastidio por mi interrupción.

Negué con la cabeza, una única vez, sintiendo el peso de las palabras no dichas. —No me siento nada bien... —Las náuseas, una constante compañera en los últimos meses, subieron por mi garganta con una acidez punzante. Me obligué a callar, a tragar el sabor amargo, no solo de mi boca, sino de mi alma.

Harry, con un gesto tierno que contrastaba con la frialdad de su familia, acarició mi muslo con cuidado. La yema de sus dedos era suave, un bálsamo reconfortante, y me gustaba mucho sentirme acariciada por él. Era uno de los pocos momentos en los que me sentía amada, protegida. Pero en este instante, el único deseo que me consumía era que las náuseas se detuvieran, que esta tortura silenciosa terminara. Quité su mano con una delicadeza forzada, una acción que parecía más un rechazo. Me levanté con una rapidez inusitada de la cama, llevando una de mis manos a mis labios para lograr tapar mi boca, conteniendo el impulso de vomitar, de expulsar no solo el malestar físico, sino la verdad que me carcomía. No dudé en correr al baño de la habitación, buscando refugio en la privacidad de sus paredes.

—¿Lourdes? —Oí su voz, hermosa y preocupada, del otro lado de la puerta. Me encogí, sintiendo una punzada de culpa por mi brusquedad.

Pensé que vomitaría, que mi cuerpo finalmente cedería a la presión. Pero no fue así. Las náuseas habían desaparecido instantáneamente, tan rápido como llegaron, dejándome con una sensación de vacío, de irrealidad. Había sido una falsa alarma, un engaño de mi propio cuerpo.

Mi mirada se posó en el teléfono de la habitación, justo ahí, cerca de mí, en un pequeño estante sobre el lavabo. Simplemente me estiré un poco y lo tomé. Ya había memorizado el número de Meredith, la enfermera que nos había atendido toda la vida, a mí y a mi familia, la que me había consolado después del "golpe de calor" de hacía un año. Decidí que lo mejor sería llamarla, ignorando la voz fría de la otra enfermera, aquella que Harry había enviado, la que me había dado las pastillas. Cerré la puerta del baño, buscando un poco de intimidad en este laberinto de secretos, y marqué el número sin dudar ni una sola vez.

El teléfono sonó una vez. El tiempo se estiró, cada segundo una eternidad. Sonó dos veces. Mi corazón latía desbocado, un tambor en mi pecho. Y la tercera vez fue la vencida. La voz de Meredith, pausada y calmada, resonó en el auricular.

—¿Meredith? —Pregunté, mi voz teñida de una urgencia que no pude disimular.

—Así es. Meredith, la enfermera —respondió, su tono tranquilizador, una manta suave sobre mi ansiedad.

—Meredith, necesito que hoy en la tarde vengas a la cabaña... No me siento nada bien y, aunque otra enfermera vino y me dijo que es un simple golpe de calor, no puedo creer eso... ya que pasó hace un año, y sigo sintiéndome exactamente igual. Incluso peor.

Un silencio se extendió al otro lado de la línea, un silencio cargado de conocimiento no revelado. Meredith, a diferencia de la otra, parecía entender que mi malestar era más profundo que una simple dolencia.

—Por supuesto. Ahí estaré, señora Queen. Saludos cordiales.

Una pequeña sonrisa se dibujó sobre mis labios, una mueca de alivio que esta vez sí era genuina. Asentí, aunque ella no pudiera verme, y colgué la llamada. Había una esperanza, un atisbo de verdad, en la promesa de su visita.

Tomé un poco de agua, el líquido frío calmando el ardor en mi garganta, y regresé a la cama con el ceño completamente fruncido. La incertidumbre seguía ahí, un nudo apretado en mi estómago.

—Estoy bien, solo fue un simple asco... —Murmuré, intentando tranquilizar a Harry, que me observaba con una mezcla de preocupación y algo más, algo que no pude identificar. Quizás miedo.

Me acomodé nuevamente en la cama y cerré los ojos, buscando refugio en la oscuridad, en la ilusión de la ignorancia.




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