Harry Queen observaba a Lourdes, la silueta de su esposa difuminada por el vapor del baño, y una punzada de culpa lo atravesó. La invitación a un baño relajante había sido una maniobra desesperada, una cortina de humo para desviar su atención de la tormenta que se gestaba fuera, y dentro, de su propia casa. Deseaba con cada fibra de su ser que ella confiara en él, que el amor que compartían fuera un escudo contra la verdad que él conocía. Él la amaba con una intensidad que lo asustaba, una pasión que desafiaba las frías normas de su familia.
Las palabras de su madre, Nora, y las de su padre, Elías, se retorcían en su mente como serpientes venenosas. La obsesión de Nora con el jacarandá, esa flor exótica y enigmática, y la promesa de Elías sobre un "nuevo régimen" que florecería con ella. ¿Qué significaba? Harry había crecido con esas frases crípticas, pero nunca había logrado desentrañar su verdadero significado. Había vivido en Hope toda su vida, un lugar donde los árboles eran pinos y robles, no jacarandás.
«¿Jacarandá?», la palabra se repetía en su cabeza, un eco sin sentido. Jamás había visto uno cerca, ni siquiera en los jardines más extravagantes que adornaban las propiedades de los Douglas, la otra familia influyente del pueblo, una que siempre se había mantenido al margen de los Queen.
Había intentado, durante años, ignorar la extraña fascinación de su familia por ese árbol. Había relegado sus palabras a las excentricidades propias de la vejez y el poder. Pero ahora, esas frases resurgían, intactas, cargadas de un significado ominoso que lo helaba hasta los huesos. La semilla de la verdad, largamente enterrada, amenazaba con germinar, trayendo consigo una cosecha de horror.
Decidió que lo mejor sería regresar junto a la bella mujer que tanto amaba. El baño ya se encontraba en perfectas condiciones, el agua tibia y perfumada invitaba a la relajación, una falsa sensación de calma. Lourdes podría disfrutar de un breve instante de paz, ajena al oscuro destino que su familia tenía reservado para el bebé que crecía dentro de ella. Un bebé que, lo sabía con una certeza que le desgarraba el alma, moriría si sus planes no cambiaban. Él no permitiría que sucediera de nuevo, no como la última vez.
Oyó unos pasos suaves detrás de él y giró. Allí estaba Lourdes, apoyada en el marco de la puerta del baño, una dulce sonrisa, un espejismo de inocencia, iluminando sus bellos labios rosados. Se acercó para ayudarla, su instinto protector primario. No quería verla mal, no quería que algo malo sucediera aún. No quería que le pasara nada a su familia, a su familia: Lourdes y el niño que llevaba en su vientre.
Tomó su mano con cuidado, sus dedos entrelazándose, un nudo que simbolizaba su vínculo frágil. La yema de sus dedos comenzó a subir con lentitud por su delicada piel de porcelana, suave, radiante, fresca. La ayudó a quitar su bata, que cayó con un susurro al suelo, un sonido que marcó el fin de su privacidad. Con suavidad, la guio hasta la bañera, observando cómo el agua tibia la envolvía. Por un instante, se permitió soñar, creer que todo estaría bien, que podrían escapar, formar una familia lejos de la oscuridad de los Queen, lejos de la influencia de Nora y Elías. Y al verla, tan vulnerable, tan ajena a la tormenta que se avecinaba, creyó por un instante que su vientre plano estaba apenas abultado, una promesa silenciosa de vida que él estaba desesperado por proteger.
Una pequeña sonrisa se dibujó sobre sus labios al imaginar cuando aquel vientre creciera fuerte y sano, cuando por fin pudieran tener al hijo que tanto deseaban, lejos de las garras de su familia. Dejó un pequeño beso sobre la frente húmeda de Lourdes, un gesto de amor que contrastaba con la mentira que vivían. Y salió del baño, su mente ya maquinando, caminando hacia la habitación para buscar una camisa limpia.
Oyó a Lourdes tararear una melodía suave y melancólica desde el baño. No pudo evitar cantar algunas estrofas de aquella canción mientras se vestía con la nueva camisa. Ella siempre abotonaba los pequeños botones de sus camisas con una meticulosidad cariñosa, un pequeño ritual de intimidad que ahora echaba de menos. Pero ahora ella se encontraba ocupada con su limpieza y relajación, ajena a la oscuridad que lo acechaba. Harry se sentía culpable por la farsa, por la traición implícita en cada uno de sus movimientos, pero no veía otra opción.
Caminó con lentitud hacia la ventana, que se encontraba cerrada con llave, como todas las ventanas de la cabaña Queen. Pensó que podría abrirla para que la habitación se aireara, para que la tensión se disipara con el aire fresco de la noche. La noche era fresca y el aire del pantano, aunque húmedo, a veces traía consigo un respiro. Observó hacia la oscuridad exterior, la penumbra de la luna filtrándose entre los árboles añosos. Y entonces, las vio.
Distinguía, en la distancia, las siluetas de hombres o figuras inciertas que se dirigían a lo que parecía ser una pequeña cueva o una entrada subterránea. No era una cueva natural. Era una estructura, oculta en la espesura del bosque que rodeaba el Pantano Ross, un lugar que se rumoraba desde hacía décadas entre los sirvientes, pero del que nadie hablaba abiertamente. Aquellas personas se encontraban vistiendo túnicas negras y rojas, los colores de la casa Queen en sus versiones más sombrías. Poseían sobre su cuello lo que parecía ser un medallón que poseía un gran diamante en bruto, o quizás algún otro tipo de cristal oscuro y pulido. Lo lograba ver por el tenue brillo que desprendía de él, incluso en la oscuridad casi total. No era un simple collar; era una insignia, un símbolo de pertenencia a algo antiguo y terrible.
Dos de las figuras sostenían lo que parecía ser una gran soga, gruesa y tensa, que comenzaron a tirar con fuerza. Algo pesado, muy pesado, arrastraban de aquella soga, algo que se movía con dificultad sobre la tierra húmeda. Cuando logró visualizar parcialmente lo que estaban arrastrando hacia la cueva, un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Era un cuerpo. No una ardilla. Era demasiado grande para serlo. Demasiado humano. Harry negó con la cabeza, una negación desesperada ante la realidad que se le imponía. Llevó ambas manos a su cabeza, sintiendo una punzada de terror, y comenzó a retroceder con lentitud, apartando la mirada de la macabra escena, deseando que sus ojos lo hubieran engañado.
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Editado: 10.07.2025