El aire del Pantano Ross, húmedo y denso, se convirtió en el único consuelo de Harry mientras se internaba en sus profundidades. La luz cegadora del jacarandá blanco, que aún envolvía la lejana mansión Queen, era una promesa y una maldición. Había sido su salvación, su escudo, pero también el faro que podría guiar a sus perseguidores. Cada paso en la tierra esponjosa y húmeda era un acto de fe, cada hoja que crujía bajo sus pies resonaba con el eco del último aliento de Lourdes y el llanto agudo de su hijo. El bebé, acunado contra su pecho, ya no era solo una vida preciosa; era el Consumidor con conciencia, una entidad de poder inimaginable, el epicentro de una nueva era de conflicto que se gestaba.
La mansión Queen, a sus espaldas, se difuminaba en la distancia, convertida en un punto oscuro que la luz del jacarandá parecía devorar. Harry no se atrevió a mirar atrás. Sus ojos estaban fijos en el camino, en el rastro etérico que la sangre de Lourdes había dibujado en su mente. Era un mapa, no de senderos físicos, sino de corrientes de energía, una ruta intuitiva que lo guiaba a través de la densa vegetación, los árboles centenarios y las aguas oscuras. El dolor por la pérdida de Lourdes era una herida abierta, una agonía punzante que lo acompañaba a cada paso, pero también era una fuerza motriz, una promesa silenciosa de que su sacrificio no sería en vano.
El pantano, un laberinto de vida salvaje y misterios ancestrales, parecía responder a la luz del jacarandá. Las criaturas nocturnas, antes silenciosas, ahora emitían sonidos suaves, como un coro de bienvenida. El aire se sentía más denso, cargado de una energía latente que Harry nunca había percibido con tanta claridad. Era el poder del pantano, el mismo poder que los Guardianes protegían, el mismo poder que los Queen habían intentado subyugar.
Horas se convirtieron en un borrón de supervivencia. Harry se movía como un autómata, impulsado por el instinto y la promesa de Lourdes. El bebé dormía plácidamente contra su pecho, su pequeño cuerpo irradiando una calidez reconfortante, pero también esa dualidad de energías que Harry ya podía sentir. Era su hijo, sí, pero también una manifestación del Consumidor, una fuerza que debía aprender a proteger y, quizás, a guiar.
A medida que avanzaba, la imagen del jacarandá blanco se hacía más grande, su luz un faro inquebrantable. Harry sabía que no podía volver a la cabaña de los Guardianes de inmediato. Silas, aunque herido y expuesto, representaba una amenaza impredecible. La Orden, debilitada y en shock por la muerte de Eleanor, necesitaba tiempo para reorganizarse. La mansión Queen, con Nora y Elias recuperándose de la ceguera temporal, no tardaría en enviar a sus cazadores. La única opción era desaparecer, encontrar un refugio que ni siquiera los Queen pudieran detectar.
El mapa de sangre de Lourdes lo llevó a lo más profundo del pantano, a lugares que Harry nunca había explorado, ni siquiera en sus entrenamientos con Eleanor. Pasó por lagunas oscuras donde las luciérnagas bailaban en silencio, por túneles naturales formados por raíces entrelazadas, por claros donde la luz de la luna apenas se filtraba a través del dosel de los árboles. El aire se volvió más fresco, el olor a tierra y humedad se intensificó, y el silencio del pantano se hizo casi ensordecedor.
Finalmente, el mapa de sangre de Lourdes lo condujo a un lugar que parecía sacado de un sueño o de una leyenda. Era un claro oculto, protegido por una barrera natural de árboles centenarios cuyas ramas se entrelazaban formando un dosel impenetrable. En el centro del claro, no había un árbol, sino una cueva. Pero no era una cueva ordinaria. La entrada, oculta por una cascada de enredaderas y musgo, emitía una luz tenue, un brillo esmeralda que parecía vibrar con vida. Era la misma luz que Harry había visto en su visión, la luz de la verdadera esencia del pantano.
—Este es… —murmuró Harry, su voz áspera por la fatiga y la emoción.
Era el santuario que Eleanor le había mencionado, el lugar donde la energía del jacarandá era más pura, el corazón mismo del equilibrio del pantano.
Al acercarse, el brillo esmeralda se intensificó. El aire se sintió más ligero, más puro. La dualidad de energías del bebé, la lucha interna entre la luz y la oscuridad, pareció calmarse, encontrando una extraña armonía en ese lugar sagrado. Era un refugio. Un verdadero santuario.
Harry se adentró en la cueva, el sonido suave de la cascada y el zumbido de la energía esmeralda llenando el espacio. El interior era vasto, sus paredes cubiertas de cristales que brillaban con la luz esmeralda, reflejando el poder del jacarandá. En el centro de la cueva, había una piscina de agua cristalina, y de ella, en lugar de un chorro, surgía una columna de luz esmeralda que se elevaba hasta el techo, donde se fusionaba con los cristales. Este era el Eje Inquebrantable, el punto donde la energía del jacarandá era más concentrada, donde la vida del pantano se renovaba constantemente.
Harry se acercó a la piscina, el calor suave de la energía esmeralda envolviéndolo. El bebé, que aún dormía, se movió ligeramente en sus brazos, como si sintiera la presencia del Eje. Harry se sentó al borde de la piscina, agotado, su cuerpo dolía, su alma sangraba, pero en ese lugar, encontró una paz tenue, una tregua en el torbellino de su vida.
Los días y las noches se sucedieron en el santuario, un ritmo de paz y de aprendizaje para Harry. El Eje Inquebrantable era un lugar de poder, y su energía purificaba no solo el aire, sino también el alma. Harry sentía cómo la tensión en su cuerpo se disipaba, cómo el dolor emocional se suavizaba, aunque el recuerdo de Lourdes era una herida que nunca sanaría por completo.
El bebé, al que Harry aún no había puesto nombre, crecía rápidamente, alimentándose de la energía del Eje. Sus ojos, de un azul profundo como el jacarandá, estaban ahora abiertos, observando el mundo con una curiosidad que iba más allá de su edad. Harry podía sentir su presencia, su conciencia, una mezcla compleja de la luz de su abuelo y la sombra del fragmento del Consumidor.
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Editado: 10.07.2025