Secretos en la Guerra: Luna y Sangre

Capítulo 3 - Dos Espadas

Era otra mañana en Teldrassil. La brisa matinal susurraba entre las hojas de los colosales árboles, filtrando los primeros rayos de sol que danzaban sobre el suelo cubierto de musgo. Kaelion caminaba con paso ligero, atento a los arbustos cargados de frutos silvestres. Si la suerte estaba de su lado, tal vez también cazaría un conejo. De pronto, un leve crujido en las ramas llamó su atención. Una ardilla rojiza, ágil como una chispa, atravesó su camino y trepó por el tronco nudoso de un roble. Kaelion alzó la vista, siguiéndola con curiosidad. Sus garras diminutas se aferraban a la corteza mientras su esponjosa cola se agitaba. Algo en esa imagen encendió un recuerdo en su mente.

La luna menguante colgaba solitaria en un cielo despejado en Los Baldíos, proyectando sombras alargadas sobre el terreno árido y polvoriento. Kaelion avanzaba en silencio por la ruta que le habían encomendado patrullar. A su alrededor, la tierra seca crujía bajo el peso de su ligera armadura de cuero, y el viento nocturno arrastraba el aroma lejano de una fogata. Un movimiento furtivo captó su atención. A unos pasos de él, una pequeña rata canguro se acicalaba con esmero. Sus patitas delanteras ágiles limpiaban su hocico y frotaban sus largas orejas con precisión, como si realizara un ritual meticuloso. De pie sobre sus patas traseras, su diminuto cuerpo vibraba con la energía de un ser acostumbrado a vivir en la incertidumbre del desierto. Kaelion la observó con fascinación. Nunca antes había visto una criatura como aquella. Con un gesto pausado, sacó un pedazo de pan seco de su bolsa y lo acercó con cautela. La rata canguro ladeó la cabeza y lo miró fijamente con ojos oscuros y redondos. Por un instante, el mundo pareció contener la respiración. Luego, tras una breve duda, la criatura dio dos pequeños saltos y tomó la migaja entre sus patitas. La velocidad con la que empezó a comer le sacó una sonrisa.

—Jiji, qué gracioso animalito —susurró para sí mismo.

Pero entonces, la criatura se detuvo. Sus largas orejas giraron en dirección al camino, atentas a un sonido que Kaelion aún no percibía. Él se puso en guardia de inmediato. Aguzó el oído y sintió un leve cambio en el aire. Un murmullo de pasos, el roce de tela contra la armadura. Alzó la vista y se desplazó con sigilo hacia una mejor posición de observación. Allí estaba. El mismo elfo de sangre que había llamado su atención la otra noche. Vestía una armadura carmesí con adornos dorados, impecable incluso bajo la tenue luz lunar. Caminaba con la disciplina de un soldado, cada movimiento medido y preciso, pero su rostro no reflejaba la dureza de la guerra. Sus ojos escudriñaban el sendero con serena concentración, como si el peligro aún estuviera lejos de su mente. La rata canguro, en un gesto inesperado, saltó hasta quedar justo en su camino. El elfo frenó en seco y la miró con leve curiosidad. Luego, con un movimiento pausado, se arrodilló para verla mejor. Kaelion contuvo el aliento. No hubo brusquedad en su gesto, ni desprecio. Solo una simple y genuina curiosidad. Desde su escondite, el elfo de la noche lo observó con nuevos ojos. Quizá, después de todo, el enemigo también sabía apreciar la vida. Pero de pronto, Kaelion advirtió algo. La quietud nocturna se rompió de golpe. Desde la penumbra, un par de ojos feroces destellaron con hambre depredadora. El león kodo, una bestia robusta de pelaje polvoriento y fauces poderosas, acechaba entre las sombras. Cada músculo de su cuerpo estaba tensado, listo para lanzarse sobre su presa. El elfo de sangre, aún entretenido con la pequeña rata canguro, no percibió la amenaza hasta que fue demasiado tarde. Un rugido ensordecedor desgarró el aire. La criatura emergió como un relámpago, sus garras afiladas listas para abrir carne y armadura por igual. El elfo apenas tuvo tiempo de girar sobre sus talones, su instinto le gritó que se moviera, que desenvainara su espada, pero el ataque era inminente. Y entonces, un segundo rugido, este de agonía. La bestia cayó pesadamente de costado, su enorme cuerpo levantando una nube de polvo al impactar contra la tierra seca. Un silencio abrupto se apoderó de la escena. El elfo de sangre, aún con la adrenalina en las venas, se acercó con cautela. Sus ojos verdosos recorrieron el cadáver del león kodo hasta encontrar la causa de su muerte: una flecha incrustada justo en el cráneo. No era un proyectil común. La madera era oscura, con inscripciones talladas en un idioma que no reconocía. Las plumas en su extremo eran de un negro azabache que reflejaba un brillo tenue bajo la luz de la luna. Era un disparo preciso, letal... y pertenecía a un arquero con una destreza sobrehumana. El elfo frunció el ceño y giró la vista en dirección al disparo. Por un instante, creyó distinguir una silueta entre las sombras, una figura esbelta y ágil que se deslizaba con la naturalidad de un espectro. Pero tan rápido como apareció, se desvaneció entre la noche, como si nunca hubiese estado allí. El elfo sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Sin perder el tiempo, avanzó con pasos calculados hacia el lugar donde la sombra había estado. Cada fibra de su ser le decía que había alguien observándolo, alguien que había decidido salvarlo... o tal vez solo eliminar a la bestia antes de que arruinara su propia cacería. Pero cuando llegó, no encontró nada. Solo la brisa nocturna meciendo la hierba seca y el eco distante de un depredador que nunca alcanzó su presa.

—Ten cuidado con esas.

La voz profunda y pausada lo sacó de golpe de su ensimismamiento. Kaelion parpadeó y levantó la mirada, encontrándose con una silueta inconfundible: un anciano druida de túnicas desgastadas y cabello canoso que caía en ondas sobre sus hombros. Sus ojos resplandecían con la sabiduría de los siglos y su porte, aunque debilitado por los años, aún transmitía la presencia de un verdadero guardián de la naturaleza.



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En el texto hay: elfos, lgbt, warcraft

Editado: 10.04.2025

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