Los Baldíos se encontraban sumidos en la penumbra, apenas rasgada por la tenue luz de la luna creciente. Kaelion cumplió con sus horas de guardia en silencio, sus pasos ligeros y sigilosos como sombras entre los riscos. El viento cargaba aún el olor amargo de la pólvora y la tierra removida, susurrando como un eco distante de las batallas recientes. Cuando el turno terminó, Kaelion ascendió hacia el punto más alto del perímetro, donde las estrellas tejían un manto infinito sobre la tierra devastada. Allí, con el horizonte extendido ante él, permitió que sus pensamientos fluyeran libres, arrastrados por la marea de la noche. El cabello plateado claro del elfo de la noche brillaba bajo la luz fría de la luna, cayendo en suaves ondas sobre sus hombros. Kaelion se arrodilló, inclinando la cabeza con reverencia. Cerró los ojos y, con voz baja pero firme, elevó una plegaria a Elune, la Madre Lunar:
—Elune, guardiana de las noches eternas, recibe a Thalon Dalanar, fiel servidor y devoto de tu luz. Conduce su espíritu más allá de las sombras hacia tu abrazo sereno. Que su sacrificio ilumine los senderos oscuros que nos aguardan. Concede fortaleza a los que lloran su partida y paz a su alma guerrera. Así sea.
Las palabras se desvanecieron en el aire como un suspiro, absorbidas por el silencio profundo de la noche. Kaelion mantuvo los ojos cerrados, sintiendo cómo el peso del duelo se disipaba, aunque fuera solo un poco. Entonces, una voz emergió desde las sombras, inesperada pero calmada:
—Las estrellas parecen más brillantes cuando las miramos con culpa en el corazón.
Kaelion abrió los ojos de golpe y giró la cabeza con rapidez. A pocos metros, sentado sobre una roca y envuelto en la penumbra, estaba Aerion. El elfo de sangre tenía la mirada fija en el cielo, los ojos brillando como brasas bajo la luz de la luna. No había hostilidad en su tono, solo un cansancio profundo.
—La guerra, el enfrentamiento, la ocupación... —continuó Aerion, con voz grave y reflexiva—. En estas noches interminables, no puedes evitar preguntarte: ¿por qué seguimos caminando por este sendero ensangrentado?
Kaelion no respondió de inmediato. Su rostro permaneció inescrutable, pero avanzó lentamente, con pasos calculados. Aerion apenas giró la cabeza hacia él, esbozando una sonrisa amarga antes de volver la vista hacia el horizonte.
—Esta mañana iban a ejecutar a mi mentor, —dijo Aerion, su voz adquiriendo un tono más bajo—. Sí, un orco. Al parecer, el único que tuvo la temeridad de tratarme como a un hermano en esta Horda dividida. Lo acusaron de dudar en matar a un enemigo... en plena batalla. En su momento, no comprendí esa vacilación. Ahora, tras ver lo que vi... creo que empiezo a entender. La compasión no es monopolio de un solo bando. Tú me lo hiciste ver, Kaelion, a pesar del abismo que separa nuestras lealtades.
Kaelion se sentó en silencio a poca distancia, dejando que las palabras se asentaran en el aire. Durante unos instantes, solo se escuchó el murmullo del viento arrastrando hojas y el lejano canto de algún animal de la noche. Finalmente, con voz pausada, respondió:
—Tu amigo el orco dudó en matar a ese elfo de la noche. Ese elfo... era Thalon. Su misericordia duró poco. Otro orco terminó lo que él no pudo.
Aerion bajó la mirada, apretando los puños sobre sus rodillas. Los músculos de su mandíbula se tensaron un instante, pero luego relajó los hombros y exhaló lentamente.
—Me enteré que los humanos, a punta de flechas, acabaron con el orco que mató a tu amigo, a su vez pudieron salvar a otro. —Su voz se tornó sombría, aunque con un matiz de ironía—. Tal vez fue justicia... o tal vez solo otro giro cruel en esta rueda de muerte. De cualquier modo, nunca me cayó bien.
Kaelion esbozó una mueca apenas perceptible. No estaba seguro de si debía interpretarlo como una disculpa mal disimulada o una amarga aceptación del destino. Optó por mantenerse neutral y desvió la conversación hacia el tema que verdaderamente le preocupaba.
—¿Y tu amigo, el orco que dudó? ¿Sigue con vida?
Aerion entrecerró los ojos, fijando la mirada en algún punto indeterminado del horizonte.
—Hasta donde sé, sí. Aunque la vida bajo custodia en Orgrimmar es apenas una sombra de libertad. —Hizo una pausa, dejando que el silencio cargara las palabras—. La verdadera pregunta es: ¿cuánto tiempo más le permitirán respirar aquellos que juzgan la compasión como traición?
Kaelion no respondió. Sabía que no había palabras suficientes para cubrir la amargura de esa realidad. Ambos permanecieron allí, sentados bajo las estrellas, dos enemigos unidos por la incertidumbre y el duelo. Y en el cielo, la luna creciente los observaba en su tránsito silencioso, impasible ante la miseria de los mortales.
El sol se filtraba entre las copas de los árboles en una tarde reluciente en Teldrassil, dorando las hojas y tiñendo de ámbar los senderos sinuosos. Kaelion avanzaba con paso firme pero sereno, sus pensamientos anclados aún en las sombras de la guerra. Para despejar la mente, decidió pasar por la taberna de la aldea y adquirir un par de botellas de lúgoriel, un vino añejo fermentado con las bayas oscuras de los bosques de Astranaar, conocido entre los elfos de la noches por su sabor profundo y su efecto reconfortante. Algo fuerte sería justo lo que necesitaba para lidiar con el peso de sus recuerdos. En el camino de regreso, pasó frente al mismo árbol donde, días atrás, había rescatado a un joven elfo de una caída aparatosa. Fue entonces cuando escuchó una voz juvenil y entusiasta.
Editado: 10.04.2025