La mañana en Teldrassil era fresca, pero con un calor suave que se filtraba entre las hojas titánicas del gran árbol. El rocío todavía cubría los pétalos azulados y las raíces enroscadas mientras Kaelion emprendía un pequeño viaje con una canasta de mimbre colgada en el brazo. El sendero serpenteaba entre los claros y la hierba alta, guiándolo hacia una vieja cabaña oculta en una pradera no muy lejos de Aldrassil. El canto de los pájaros se mezclaba con el susurro del viento, y en la distancia, los bramidos de los ciervos resonaban con un eco sereno. En un punto del camino, un sable lunar silvestre se dejó ver. La bestia, con su pelaje oscuro y manchas plateadas, cruzó la vereda con la gracia peligrosa de un cazador nato. Kaelion se detuvo un momento, observándolo con una mezcla de asombro y melancolía. El avistamiento del felino le trajo un recuerdo inesperado de Los Baldíos.
Había sido unas semanas antes de encontrar a Aerion. Kaelion, Aeris y Thalon habían partido a explorar las sabanas, montando kodos —unas bestias robustas y cornudas, de piel gruesa y patas poderosas, utilizadas como transporte por su resistencia a las largas distancias y el calor abrasador—. La fauna en aquel territorio parecía sacada de una visión ancestral: zhebras de rayas negras y blancas —equinos salvajes, más ágiles y esbeltos que los corceles comunes—, leones de melenas doradas y aves gigantes incapaces de volar, pero letales con sus garras.
—Miren eso —había señalado Aeris, asombrado, al divisar un grupo de antílopes de astas enroscadas—. No se parecen a los de casa. Si no salgo de la maldita isla-árbol, jamás hubiera podido contemplar todo esto.
—No maldigas nuestro hogar —replicó Kaelion, aunque su tono carecía de verdadero reproche—. Pero sí... vivir allí es como vivir en una burbuja. Te doy la razón.
Continuaron hasta un oasis oculto entre formaciones rocosas. El agua cristalina centelleaba bajo el sol, prometiendo un alivio que ninguno se permitió ignorar.
—Por fin, algo de agua —exclamó Aeris con una sonrisa traviesa—. Estos animales están sedientos.
—Así es —coincidió Thalon—. Los pobres kodos han caminado mucho.
—No me refería a ellos —rio Aeris, espoleando a Kaelion con la mirada.
—A ver qué tan chistoso eres cuando te atrape —gruñó Kaelion, desmontando con rapidez.
El joven comandante persiguió a Aeris, ambos riendo entre las sombras de los árboles secos, mientras Thalon aprovechaba para llenar las cantimploras. Al cabo de unos minutos, Kaelion regresó al oasis, exhausto y sin haber alcanzado a su amigo.
—Después te atrapo... necesito tomar aire... y agua —jadeó, inclinándose junto a la laguna.
—Dale, abuelo —lo picó Aeris, acercándose con una sonrisa burlona—. Escuché que te iban a nombrar sargento. ¿Cómo vas a combatir a un orco? Apenas puedes alcanzarme.
—Cuando sea sargento, te las cobraré —prometió Kaelion, dándole un empujón suave—. Ahora solo necesito refrescarme.
—Largo el viaje —murmuró Thalon, secándose el sudor de la frente.
—Al menos logramos el objetivo —asintió Kaelion—. Este será un buen lugar para establecer un puesto de vigilancia.
De pronto, Aeris empezó a desabrocharse la armadura con una expresión de alivio exagerado. Se quitó los guantes y dejó caer las botas en la arena caliente, bajo las miradas incrédulas de sus compañeros.
—Aeris, ¿qué se supone que estás haciendo? —preguntó Thalon, arqueando una ceja.
—¿Qué hago? Refrescarme... —respondió el joven, como si fuera lo más obvio del mundo. Dejó caer la túnica y, sin más, se despojó de los paños menores, quedando tal como la Luz lo trajo al mundo. Sonrió pícaramente y completó su frase—: ...como se debe.
Se arrojó al agua con una carcajada mientras Kaelion y Thalon se miraban con una mezcla de sorpresa y diversión.
—¡Vas a contaminar el agua! —le gritó Kaelion, sin poder evitar reírse.
—De eso ya se encargó Thalon al tocarla. ¿Vienen o qué? —replicó Aeris, flotando de espaldas en la laguna.
Kaelion soltó una risa y empezó a desvestirse también.
—En serio vas a... —comenzó Thalon, pero Kaelion lo interrumpió con una sonrisa desafiante.
—No vas a dejar que nos humille, ¿o sí? Vamos a darle una lección.
Finalmente, Thalon se dejó convencer y los tres se sumergieron en el oasis. El agua estaba fresca, cerrando las heridas del cansancio y arrancándoles sonrisas genuinas. La lucha contra Aeris se convirtió pronto en un forcejeo sin sentido, salpicando y riendo como niños.
—¡Me rindo, ustedes ganan! —exclamó Aeris entre risas, levantando las manos.
Los jóvenes soldados se dejaron caer de espaldas en el agua, flotando con los ojos cerrados y los pulmones llenos de aire y alivio. Y por un momento, entre el canto lejano de los pájaros y el murmullo de las hojas secas, la guerra parecía tan lejana como los confines del desierto.
Kaelion caminó por el sendero empedrado, que se perdía entre la vegetación salvaje, hasta llegar a la pequeña cabaña en medio de la nada. La cabaña era pequeña y envejecida, su techo de paja ya comenzaba a desmoronarse por los efectos de los inviernos interminables. Las paredes, formadas por troncos viejos y resquebrajados, mostraban los años de resistencia a la tormenta. El viento que soplaba desde la lejanía era fresco, pero el ambiente en ese pequeño rincón del mundo estaba cargado con la pesada sensación de la pérdida. Se acercó con paso firme y tocó la puerta de madera. El sonido resonó como un eco en la quietud de los alrededores. Unos momentos después, la puerta se abrió con un crujido, y ante él se presentó una pareja de ancianos de ojos cansados. El Sr. Valandor, de cabello gris y rostro curtido, le dirigió una mirada grave pero no hostil. A su lado, la Sra. Valandor, de cabellera plateada y expresión compasiva, lo observó con ojos húmedos.
—Hola, Sr. y Sra. Valandor —dijo Kaelion, inclinando levemente la cabeza en señal de respeto—. Soy Kaelion Lir'Thalas, compañero de armas de Aeris. Vengo a dar el pésame por la pérdida de su hijo.
Editado: 10.04.2025