Costa Olvidada se hallaba envuelta en una bruma densa, con el aroma a lluvia impregnando el aire y las olas rompiendo con furia contra las rocas cercanas. El cielo, encapotado de nubes plomizas, presagiaba una tormenta inminente, como si el mismo firmamento compartiera la gravedad del momento. Todo parecía estar en calma, hasta que el sonido de pasos apresurados y voces tensas rompió la quietud. El estrépito de los sables de la noche galopando se escuchaba desde lejos, acompañado por los jadeos entrecortados de los soldados exhaustos. La marcha de los heridos se acercaba con urgencia, un llamado de auxilio que no podía ser ignorado. Desde la explanada del santuario, una sacerdotisa lunar alzó la vista, su semblante endurecido por la preocupación.
—¡Vayan rápido a preparar todo, vienen heridos! —ordenó con voz firme, y sus hermanas en la fe no dudaron en obedecer.
Las sacerdotisas y los druidas se movilizaron de inmediato, despejando el área y preparando ungüentos, hierbas y hechizos restauradores. Cuando los soldados finalmente cruzaron el umbral del santuario, el resplandor de la luna se reflejaba en las armaduras empapadas de sudor y sangre. El primero en ser atendido fue el elfo joven, cuyo brazo estaba atravesado por la huella cruel de la lanza corrupta. Lo bajaron con cuidado del lomo del sable, pero incluso en su agonía, el miedo en su rostro era evidente.
—¿Me lo van a amputar? —preguntó con voz temblorosa, sus ojos reflejando el terror ante la posibilidad de perder el miembro.
La sacerdotisa que lo sostenía le dedicó una sonrisa cálida, cargada de ternura y calma.
—Descuida, cielo. Haremos todo lo posible para salvártelo. Estarás bien.
Mientras los sanadores trabajaban en él, la atención se desplazó hacia el más grave de todos: Edric Ravenshade. Tres druidas y una sacerdotisa ayudaron a Kaelion a bajar el cuerpo inerte del sable, con extremo cuidado, para llevarlo a un espacio dónde tratarlo. La piel del soldado estaba pálida, casi cadavérica, y su respiración era apenas un murmullo, un suspiro de muerte suspendido en el aire. Kaelion observó con el ceño fruncido mientras los sanadores se apresuraban a actuar. Uno de los druidas posó una mano sobre la herida abierta en el costado de Edric, sus dedos iluminándose con un brillo esmeralda. Raíces finas emergieron de la tierra, trepando hasta su cuerpo como hilos de vida que intentaban aferrarlo al mundo de los vivos. Una sacerdotisa murmuraba plegarias a Elune, su luz plateada bañando la piel del moribundo en un resplandor tenue.
—Su pulso es débil... —susurró uno de los druidas, cerrando los ojos con concentración.
—Si no actuamos rápido, lo perderemos —dijo otra sacerdotisa, comenzando a trazar un círculo de runas lunares alrededor del cuerpo de Edric.
Kaelion no apartaba la mirada. Su corazón latía con fuerza, un tamborileo de incertidumbre y frustración. Recordó el momento en que la lanza maldita se clavó en el cuerpo del joven soldado, el veneno recorriendo sus venas como una sombra implacable. Había hecho todo lo posible, le había dado el antídoto que Aerion le regaló, pero... ¿sería suficiente? Los cánticos se intensificaron. El resplandor de Elune se fusionó con la magia druídica, envolviendo a Edric en un halo de luz y energía. Su pecho se elevó con un aliento profundo, pero su destino aún pendía de un hilo. La luz plateada de Elune caía sobre el cuerpo inerte de Edric como un manto etéreo, envolviéndolo en un resplandor tenue y fluctuante. A su alrededor, las sacerdotisas y los druidas se habían dispuesto en un círculo, algunos con las palmas extendidas hacia el cielo, otros con las manos sobre la tierra, invocando la esencia de la vida misma para sostener el espíritu que se deslizaba entre el velo de la existencia. Las voces se elevaron al unísono, una letanía solemne que resonó en la brisa salada de la costa:
—Oh, Elune, Madre de las estrellas, guía su alma a la luz, aleja las sombras que lo consumen.
Los druidas entonaron sus propias plegarias, enraizadas en la tierra y la naturaleza:
—Que la savia de los bosques fluya en sus venas, que la brisa de los árboles renueve su aliento.
Las runas lunares trazadas alrededor del cuerpo del joven guerrero brillaban con intensidad creciente, pulsando al ritmo de los cánticos sagrados. Los druidas cerraron los ojos, sintiendo el flujo de la vida en la tierra bajo sus pies, canalizando su energía en raíces que trepaban como zarcillos vivientes alrededor del cuerpo de Edric, compartiendo con él la vitalidad del bosque. La voz de una de las sacerdotisas, más fuerte que las demás, retumbó como un eco en la noche:
—¡Elune, te lo imploramos! Que la sombra no reclame su vida.
En ese instante, Edric exhaló un suspiro profundo y su cuerpo pareció estremecerse. Un murmullo recorrió a los sanadores, pero nadie dejó de recitar sus plegarias. La batalla por su vida aún no había terminado. El santuario de los druidas y sacerdotisas resplandecía tenuemente con la energía de Elune, mientras Kaelion, Sylvaris y Darelion aguardaban en la penumbra, sentados sobre las raíces de un viejo árbol. Darelion mantenía la mirada fija en la entrada del santuario, su respiración pesada y su postura rígida. Con los brazos cruzados y la mandíbula tensa, finalmente murmuró:
—No dijeron cuánto tiempo tomará... ni siquiera si podrán salvarlo.
Sylvaris, con la mirada clavada en el suelo, giró una piedra entre los dedos antes de arrojarla con un movimiento seco.
Editado: 10.04.2025