Vallefresno, un bosque antiguo donde la niebla danza entre los colosos árboles, cuyos troncos retorcidos han presenciado eras de guerra y paz. Las hojas, de un verde profundo, susurran con el viento, como si los mismos espíritus del bosque guardaran secretos entre su follaje. Riachuelos cristalinos serpentean entre la maleza, reflejando la tenue luz de la luna, mientras los cánticos de las criaturas nocturnas se mezclan con el crujir de las ramas.
Pero Vallefresno no solo es un refugio de belleza prístina. Es un campo de batalla oculto en sombras, donde los ecos de antiguas disputas aún resuenan en la memoria de los que lo habitan. La tierra, blanda por la humedad, oculta las cicatrices de innumerables enfrentamientos, y cada sendero puede ser tanto un camino a la salvación como una trampa mortal. Entre la espesura, se alzan los antiguos santuarios de los druidas, en comunión con la naturaleza misma, mientras patrullas silenciosas de centinelas vigilan desde las copas de los árboles. Sin embargo, en estos tiempos oscuros, la paz es un espejismo, y la guerra se cierne como una sombra inevitable sobre estas tierras sagradas.
En la espesura del bosque, oculto entre los majestuosos robles, un puesto de vigilancia se alzaba como un bastión de resistencia contra la expansión de la Horda. El aire estaba impregnado con el aroma de la resina y la tierra húmeda, y el sonido del entrenamiento resonaba entre los árboles como una sinfonía de preparación para la guerra. A un lado del campamento, un grupo de elfas de la noche practicaba con sus arcos largos, sus siluetas gráciles tensando las cuerdas con precisión mortal antes de soltar las flechas, que cortaban el aire con un silbido antes de incrustarse con fuerza en los blancos de madera. Unas dríades, de ojos vivaces y movimientos ágiles, ensayaban maniobras con sus largas lanzas de madera encantada, coordinando ataques en un ritmo casi danzante. Más allá, un conjunto de elfos de la noche y humanos chocaban sus espadas en combates de práctica, midiendo sus reflejos y habilidades con seriedad. Los enanos, con su implacable disciplina, trabajaban incansablemente en la forja, martillando el metal ardiente sobre yunques mientras el chisporroteo iluminaba sus rostros endurecidos por el deber. Cerca de ellos, druidas y sacerdotisas canalizaban su energía mágica en ensayos de hechizos; la luz de Elune danzaba en las palmas de las sacerdotisas, mientras los druidas tejían raíces y enredaderas de la tierra con gestos fluidos. Presidiendo la escena, dos ancestros de guerra se erguían como centinelas vivientes, sus cortezas gruesas cubiertas de musgo y sus ojos incandescentes con una sabiduría inmemorial. Cada uno de sus movimientos era deliberado, como si el tiempo mismo se doblara a su voluntad. Junto a ellos, un golem de piedra encantado caminaba con pasos pesados, su cuerpo cubierto de runas ancestrales que brillaban tenuemente con cada movimiento. Su presencia era imponente, un recordatorio de que la guerra no solo era librada por la carne y la sangre, sino también por la misma esencia del bosque.
Kaelion avanzaba por el puesto de vigilancia, siguiendo los pasos firmes del general Valinor. Observaba con atención cada detalle: la manera en que los reclutas corregían sus posturas bajo la mirada crítica de sus instructores, la intensidad con la que se preparaban para el conflicto inminente. Todo le resultaba familiar y, al mismo tiempo, diferente; como si cada rincón del campamento estuviera impregnado con un aire de urgencia que antes no había sentido.
—Me alegra verte de vuelta, sargento Lir’Thalas —dijo el general Valinor, su tono grave, pero con un atisbo de aprobación—. Los orcos amenazan con seguir expandiéndose más allá del límite con Los Baldíos.
—No es una sorpresa —respondió Kaelion con serenidad, aunque la noticia no dejaba de ser preocupante.
—Nuestros centinelas han detectado un incremento desproporcionado en la tala de árboles —continuó Valinor, cruzando los brazos—. Están utilizando artefactos extraños pero eficientes. Tecnología goblin, sin duda.
Kaelion apretó la mandíbula. Sabía que la Horda no cesaría hasta tomar todo lo que pudiera, destruyendo el equilibrio del bosque en su camino.
—Tu trabajo será corregir el entrenamiento de los nuevos reclutas —prosiguió Valinor—. Y, además, retomarás tu rol como centinela. Quiero que vigiles de cerca el puesto de avanzada que la Horda ha formado recientemente y también un perímetro. No estarás solo, dos soldados te acompañarán. Seguro se alegrarán de verte. Por aquí.
Kaelion arqueó una ceja, intrigado. No preguntó nada, pero su mente ya comenzaba a maquinar posibilidades mientras seguía al general. Se detuvo en seco al verlos. En el centro del campo de entrenamiento, dos figuras familiares se enzarzaban en un combate cuerpo a cuerpo. Edric y Sylvaris se movían con precisión, intercambiando golpes con una destreza que antes no poseían. No eran los mismos reclutas inexpertos de Los Baldíos; sus posturas eran firmes, sus ataques más calculados, y la fiereza en sus ojos hablaba de batallas vividas. Edric, con un giro ágil, desarmó a Sylvaris y lo derribó de un barrido. Se irguió, resoplando, y se pasó un brazo por la frente para secarse el sudor. Al levantar la vista, sus ojos se abrieron con sorpresa.
—Por la Luz… Mira, es el sargento Lir’Thalas.
Sylvaris, aún en el suelo, giró la cabeza. Su expresión pasó de la confusión a la incredulidad, y luego al júbilo. Se incorporó de un salto, sin importarle el cansancio, y ambos corrieron hacia él. Kaelion los recibió con los brazos abiertos, sintiendo un peso que no sabía que cargaba desprenderse de su pecho. Los estrechó con fuerza, cerrando los ojos un instante.
Editado: 15.07.2025