La noche aún susurraba su última canción cuando ambos yacían sobre la hierba húmeda, como el día y la noche entrelazados en un momento que escapaba al tiempo. La brisa danzaba entre los árboles, llevando consigo los ecos de la batalla y el murmullo de un bosque que parecía concederles su bendición en secreto. Aerion descansaba sobre el pecho de Kaelion, sintiendo el lento y pausado latido bajo su oído, como si tratara de memorizar su ritmo, como si al hacerlo pudiera asegurarse de que nunca más se apagaría. Con un suspiro entrecortado, rompió el silencio.
—Creí que la muerte te había reclamado cuando la Horda arrasó tu puesto de avanzada… —murmuró, con la voz teñida de pesar—. Y para colmo, mi camarada me lo dijo como si fuera un triunfo. Casi caigo en la locura ese día.
Kaelion deslizó los dedos por su cabello, enredándolos con suavidad, su voz tan serena como el lago en una noche sin viento.
—Partí antes de que el acero pintara la tierra de rojo —susurró.
Aerion cerró los ojos un instante, sintiendo el alivio latirle en el pecho.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquella despedida?
Kaelion exhaló lentamente.
—Dos lunas… dos semanas y cuatro días.
Aerion alzó la vista y sostuvo la mirada de Kaelion.
—Lo llevé contado —confesó.
Kaelion no apartó los ojos de los suyos.
—Sí… mi cuenta es la misma.
El elfo de sangre sonrió con melancolía, su pulgar trazando círculos sobre la piel de Kaelion, como si el roce fuera suficiente para aferrarse a la realidad de su presencia.
—Parece que el destino nos ha sido benévolo —musitó—. Temía que la guerra me arrebatara hasta tu sombra, pero el tiempo ha sido generoso. No tuve que esperar una eternidad para encontrarte de nuevo.
Kaelion tomó su rostro con ambas manos, sosteniéndolo con una reverencia silenciosa, como si cada facción de su alma estuviera grabando aquel momento en su memoria. Se inclinó y depositó un beso en su frente, un gesto más poderoso que cualquier promesa hecha con palabras.
—Sorprendente, en verdad… —murmuró—. Es como si todas las estrellas se alinearan para llevarnos por el mismo sendero.
Entonces, su semblante se ensombreció. Cerró los ojos y tomó aire, como un guerrero que se prepara para el juramento más solemne de su vida.
—Te doy mi palabra… —susurró—. Cuando todo esto acabe, nos desvaneceremos de este mundo y de todo lo que nos ata a él. Seremos fantasmas para la guerra, un eco perdido para los ejércitos. No habrá más nombres, no habrá más banderas… Solo tú y yo. Y en ese olvido, encontraremos la felicidad.
Aerion sintió que su corazón se estremecía ante aquella promesa. Recordó las palabras de Veltharion, el consejo de entregarse sin miedo a la aventura que aguardaba más allá del deber y la sangre. Apretó la mano de Kaelion con firmeza, dejando que sus almas sellaran un pacto más antiguo que la guerra misma.
—Donde vayas, yo iré —dijo, con la determinación de quien ha encontrado su propósito—. Cada paso que des, lo seguiré sin vacilar. Y en nuestro hogar, entre la brisa y las raíces, crecerá un sable… que jamás conocerá el rugido de la guerra, sino solo el calor de un amor que no se extinguirá.
Kaelion sonrió. El bosque los envolvía con su magia, susurrando entre las hojas, como si la propia naturaleza buscara guardar aquel momento más allá del tiempo. Pero la noche no duraría para siempre. Los primeros rayos del alba se filtraron entre las copas de los árboles, reclamándolos a cada uno en su respectivo lugar. La realidad los llamaba de vuelta. Sin embargo, por un instante más, se permitieron ignorar el amanecer.
La luz tenue del alba se filtraba entre las copas de los árboles, tiñendo de ámbar el sendero forestal. El silencio entre ellos no era incómodo; era denso, cargado de significado. Kaelion y Aerion caminaban juntos, codo a codo, como si el tiempo no los hubiera separado, como si la guerra no los estuviera devorando por dentro. Al llegar al claro donde el sendero se bifurcaba, Aerion se detuvo y lo miró con suavidad, la voz apenas por encima de un susurro.
—¿Este será nuestro nuevo punto de reunión, talan'dor? —dijo, usando aquel término antiguo, reservado para quien comparte un alma.
Kaelion no respondió de inmediato. En lugar de eso, se inclinó y posó un beso cálido en su frente, prolongado, reverente, como si aquel gesto pudiera protegerlo de todo lo que venía.
—Siempre que el destino me lo permita… vendré a ti. Ni el filo de un acero, ni el mandato de los ancestros me impedirá buscar tu luz entre las sombras.
Tomó su mano con firmeza, pero con ternura, y con los dedos rozó el anillo que Aerion llevaba en el dedo: aquel anillo que le había entregado en secreto, como promesa en medio del caos.
—Anar’alah belore… esposo mío.
Aerion entrecerró los ojos, conteniendo una emoción que le ardía tras las costillas. Se abrazaron una última vez, sin apuro, sin palabras que sobraran. Luego sus labios se encontraron en un beso callado, cargado de todo lo que no podían decir frente a nadie más. Al separarse, Kaelion murmuró con voz grave, aún con el eco de ese vínculo eterno en su pecho:
—Camina con cuidado, cielo. Que Elune vele tu senda.
Editado: 15.07.2025