Luego del horror, llamaron a la ambulancia.
La ambulancia llegó en pocos minutos. Los paramédicos entraron rápidamente a la casa con su equipo, examinando el cuerpo de Javier, que ya estaba inmóvil en el suelo. Alejandro, Gabriel, David y Ricardo observaban desde un rincón, aún en shock. La presencia de los paramédicos solo aumentaba el miedo en el ambiente.
—¿Qué a pasado? —preguntó Alejandro, aún sin poder creer que Javier estaba muerto.
Un paramédico, con una expresión grave, miró a Alejandro y a los demás. —Parece que su amigo fue envenenado —.dijo sin rodeos, mientras sacaba su equipo para examinar más a fondo.
—Con algo muy potente, probablemente un veneno industrial. Es extraño, porque no hay señales de lucha ni de heridas.
—¿Cómo pudo ocurrir? ¿La comida? — preguntó Gabriel, con la voz temblorosa.
El paramédico asintió. —Es lo más probable. A veces, los venenos son inodoros y no dejan rastro. Podría haber sido algo que se mezcló en la comida.
—Pero, ¿cómo sabemos que la comida estaba contaminada? —preguntó David, su tono lleno de escepticismo, pero también de miedo.
—Lo único que puedo decir es que el veneno estaba en su sistema desde anoche — respondió el paramédico.
—Si me permiten, se llevará el cuerpo para hacer una autopsia. Es lo único que podemos hacer por ahora.
Alejandro miró a los demás, procesando lo que acababan de escuchar. No podía entender cómo, en un par de horas, Javier había desaparecido de sus vidas de manera tan trágica.
Mientras los paramédicos retiraban el cuerpo, Ricardo murmuró: —¿Y si la comida ya venía así? ¿Qué tal si la empresa que nos mandó la comida nos la envió ya contaminada? —Su tono de voz era acusador, señalando a la empresa que había hecho el pedido.
—Es una opción —dijo Gabriel, mientras los paramédicos llevaban a Javier fuera de la casa —. No podemos descartarlo. Pero no podemos ignorar que alguien podría haber hecho esto intencionalmente.
Silencio.
Nadie dijo nada más. El sonido de la ambulancia alejándose se mezclaba con el viento que soplaba suavemente en el patio. El vacío que dejó la muerte de Javier llenó la casa de una tensión palpable.
—No entiendo nada —murmuró Alejandro, mirando el lugar donde había estado su amigo solo unas horas antes.
—Esto no está bien —dijo Ricardo, su rostro serio y pensativo. —Esto no fue un accidente. Alguien está detrás de todo esto.
Pero nadie se atrevió a decir más. Todos sabían que, de alguna manera, alguien en la casa había sido responsable, y ninguno de ellos podía confiar en el otro.
El silencio era absoluto en la sala. Nadie tenía palabras para describir lo que acababa de suceder. La ambulancia ya se había marchado, llevándose el cuerpo de Javier. Pero lo que dejó atrás fue algo mucho más pesado: el miedo.
Mateo estaba sentado en el borde del sofá, con la mirada fija en el suelo y el rostro pálido. Alejandro cruzaba los brazos, tratando de mantener la compostura, mientras que Gabriel miraba a todos con preocupación. Fernando se mantenía en silencio, pensativo.
Ricardo, sin embargo, suspiró y sacudió la cabeza.
—Esto es una locura… —murmuró—. ¿Realmente creen que Javier fue asesinado?
—¿Qué otra explicación hay? —soltó Mateo de golpe, con los ojos abiertos de par en par—. ¡Dijeron que fue envenenado! ¿Y tú crees que eso es una simple casualidad?
David resopló y se acomodó en el sofá.
—Vamos, Mateo, estás exagerando. Lo más probable es que la comida ya viniera así. Tal vez el restaurante usó ingredientes en mal estado o… no sé, alguna salsa tenía algo raro.
—Sí, eso tiene sentido —añadió Ricardo, cruzando las piernas con calma—. Es más fácil pensar que la empresa de comida tuvo un descuido que creer que alguien aquí lo envenenó a propósito.
Mateo los miró, incrédulo.
—¡¿En serio pueden hablar de esto como si fuera cualquier cosa?! ¡Javier se murió en esa cama, a metros de mí!
Un escalofrío recorrió su espalda al recordar el sonido de su tos durante la noche, cómo se removía incómodo. ¿Por qué no había hecho nada?
Fernando finalmente alzó la vista.
—Esto no es solo un accidente… —murmuró.
Todos voltearon a verlo.
—¿Qué dices? —preguntó Alejandro.
Fernando pasó una mano por su rostro, como si estuviera organizando sus pensamientos.
—Ayer, cuando estábamos en la feria… Javier encontró un libro. Se llamaba La casa maldita.
Gabriel frunció el ceño.
—¿Y eso qué tiene que ver?
Fernando tragó saliva.
—En la portada… la casa se parecía mucho a esta.
Se hizo un silencio pesado.
Alejandro sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Quieres decir que…?
—No lo sé —dijo Fernando, pensativo—. Pero Javier fue el primero en verlo… y ahora está muerto.
Mateo se llevó las manos a la cabeza, nervioso.
—No… no puede ser…
David se cruzó de brazos, molesto.
—¿En serio están diciendo que la casa está maldita? ¡Vamos! Esto ya está cruzando la línea de lo absurdo.
—No se trata de lo que creamos o no —intervino Gabriel—. Lo que importa es que Javier está muerto… y tenemos que averiguar qué pasó realmente.
Todos se miraron entre sí, sin saber qué hacer a continuación. Afuera, el viento soplaba con fuerza, haciendo crujir las ventanas.
El silencio en la sala era insoportable. Nadie se atrevía a hablar, hasta que David soltó un suspiro y se cruzó de brazos.
—Fue mala suerte —dijo con firmeza—. Nada más. No hay otra explicación lógica.
Mateo lo miró con incredulidad.
—¿Mala suerte? ¡¿Cómo puedes decir eso?! ¿No entiendes lo que acaba de pasar?
—Sí, sí lo entiendo —replicó David, rodando los ojos—. Pero no significa que haya algo extraño detrás. La comida pudo haber estado contaminada desde que nos la enviaron.