La mesa del desayuno estaba tranquila. La luz de la mañana iluminaba la habitación, pero la atmósfera seguía cargada de nerviosismo. Alejandro, Gabriel, Mateo, David y Fernando estaban sentados, comiendo en silencio. Mateo movía su tenedor sobre el plato, sin tener ganas de comer, su mente atrapada en lo que había sucedido la noche anterior.
De repente, Ricardo apareció por la puerta, entrando en la sala con cara de incomodidad. Se sentó en su lugar, aún sin decir una palabra, pero su mirada era distante, casi como si estuviera procesando algo importante.
Finalmente, fue él quien rompió el silencio.
—La puerta de mi habitación estaba sin seguro —dijo, mientras se servía un poco de café—. Yo siempre la dejo cerrada con seguro, y ahora... ahora estaba abierta. Y además, mi celular... lo dejé cargando anoche, pero cuando me desperté, estaba desenchufado.
Todos se quedaron en silencio, mirándose entre sí. Nadie había estado en su habitación, al menos, eso era lo que pensaban.
—¿Estás seguro? —preguntó David, intentando mantener la calma.
Ricardo asintió, con firmeza.
—No estoy loco. Sé lo que hice anoche. Alguien estuvo en mi cuarto.
Mateo no podía concentrarse en lo que Ricardo decía. El susurro, tan bajo, tan inexplicable, seguía rondando en su cabeza. No quería pensar en eso, pero lo hacía. Y ahora Ricardo estaba diciendo lo mismo, que alguien había entrado sin que se dieran cuenta.
Finalmente, fue Alejandro quien intervino.
—Yo también encontré algo extraño... —dijo, mientras su voz se alzaba en la conversación—. En el espejo de mi habitación, vi unas marcas. F y SE. Como si alguien hubiera dejado un mensaje.
El aire se volvió más espeso. Los ojos de todos se clavaron en Alejandro, sorprendidos.
—F... y SE —dijo Gabriel, mirando confundido—. ¿Qué significa eso?
—No lo sé. Pero la puerta de mi habitación también estaba entreabierta esta mañana —respondió Alejandro, con el rostro pálido—. No sé si todo esto es casualidad, pero... algo raro está pasando.
Silencio.
Ricardo frunció el ceño.
—¿Alguien de ustedes entró a mi habitación? —preguntó, con desconfianza en su voz—. ¿O qué, piensan que lo hice yo?
La tensión aumentó. Nadie se atrevió a decir nada por un momento. Luego, David habló con voz baja:
—No fue ninguno de nosotros.
Ricardo los miró con desconfianza, luego se volvió hacia Alejandro.
—¿Dices que encontraste unas marcas en el espejo de tu habitación? ¿F y SE? ¿Qué es eso, el código de Da Vinci? Por favor —rió Ricardo con desdén—. ¿Qué tal si esas marcas las escribió otra persona que alquiló la casa en el pasado?
—No... —dijo Alejandro, con el rostro serio—. Eso es nuevo. Las marcas estaban sobre el polvo del espejo.
Esto dejó a Ricardo sin más argumentos, pero no estaba dispuesto a rendirse.
Mateo seguía en silencio, sin querer compartir lo que había escuchado la noche anterior. No quería que lo trataran de paranoico.
Gabriel, finalmente, suspiró, buscando una posible solución.
—¿Qué les parece si llamamos a la policía? Tal vez ellos puedan ayudarnos. Tenemos que estar seguros de que no haya otra persona en la casa... O tal vez sean fantasmas —dijo Gabriel con un tono serio.
Ricardo lo miró con incredulidad, rodando los ojos.
—Sí, claro... Eso sería lo mejor —dijo Fernando, mientras intentaba aliviar la tensión con una sonrisa nerviosa.
—Adelante —interrumpió Ricardo—. O mejor, ¿por qué no llaman a un sacerdote? Aquí no hay nada sobrenatural. Lo que pasa es que nosotros mismos estamos... enloqueciendo. Quizá alguien entre nosotros quiere traicionarnos. Escuchen... A veces hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos.
Fernando miró fijamente a Ricardo, su expresión cargada de desconfianza.
Ricardo se percató de la mirada y frunció el ceño.
—¿Qué? ¿Tienes algo que decirme? —soltó con una sonrisa burlona.
—Sí, lo tengo —respondió Fernando con firmeza—. Actúas demasiado extraño, siempre desacreditando todo. A veces pienso que tú mismo eres el que está jugando con nosotros.
Ricardo dejó escapar una risa corta y sarcástica.
—¿Me estás acusando? Por favor, escúchate, Fernando —dijo, abriendo los brazos con dramatismo—. Claro, sí, tienes razón. Yo soy el villano aquí, el mismísimo demonio.
—No lo sé —contestó Fernando, sin apartar la mirada—. Pero de algo estoy seguro… alguien nos está manipulando.
El ambiente se tensó. Alejandro decidió intervenir antes de que la discusión se tornara más intensa.
—Basta, muchachos —dijo con un tono firme, levantando las manos en señal de calma—. No podemos seguir culpándonos entre nosotros. Haremos lo que sugirió Gabriel: llamaremos a la policía y dejaremos que ellos revisen la casa. Así nos aseguramos de que no haya nadie más aquí.
Ricardo aplaudió lentamente, con burla.
—Perfecto. Me parece bien. Así, cuando vean que no hay nada, estos paranoicos se darán cuenta de una vez por todas que tengo razón.
Alejandro sacó su celular y marcó el número de emergencias. Mientras esperaba la conexión, se levantó de la mesa y caminó unos pasos hacia la sala, buscando algo de privacidad.
—Hola, sí… Necesitamos ayuda. Estamos en una casa alquilada y creemos que alguien ha estado entrando sin permiso —dijo con seriedad.
Los demás lo observaban en silencio. Incluso Ricardo, a pesar de su escepticismo, no hizo ningún comentario.
—Sí, hace dos noches alguien murió aquí. Nos dijeron que fue envenenamiento… pero ahora están ocurriendo cosas extrañas —continuó Alejandro—. Creemos que podría haber alguien más en la casa…
La persona al otro lado de la línea hizo algunas preguntas, a las cuales Alejandro respondió con claridad. Finalmente, le informaron que enviarían una patrulla en las próximas horas para revisar la casa.
—De acuerdo, gracias —terminó la llamada y se giró hacia los demás—. Vendrán dentro de un rato a revisar.