El domingo por la mañana, el ambiente en la casa parecía más tranquilo. A pesar de los eventos extraños de los días anteriores, el grupo intentaba recuperar algo de normalidad mientras desayunaban juntos en la mesa del comedor. El aroma del café se mezclaba con el sonido de los cubiertos chocando contra los platos, creando una atmósfera cotidiana que contrastaba con la inquietud latente en el aire.
—Parece que Mateo sigue dormido —comentó Gabriel mientras servía un poco más de café en su taza.
—Se lo advertí, tanta investigación nocturna y ahora ni se despierta —bromeó Ricardo, con una sonrisa burlona—. Seguro soñó con los planos de la casa.
—¿Alguien debería ir a levantarlo? —sugirió Alejandro, mirando hacia el pasillo que llevaba a las habitaciones.
—Yo voy —dijo Gabriel, poniéndose de pie y caminando hacia las escaleras.
Los demás continuaron desayunando, sin darle demasiada importancia. Sin embargo, cuando Gabriel regresó minutos después con el ceño fruncido, la tranquilidad comenzó a desmoronarse.
—No está en su habitación.
Los demás lo miraron con extrañeza.
—¿Cómo que no está? —preguntó Alejandro, dejando su taza sobre la mesa.
—No hay rastro de él. Su cama está hecha, pero su celular sigue allí. No parece que haya salido con prisa.
—Tal vez salió a dar un paseo —dijo David encogiéndose de hombros—. No es la gran cosa.
—¿Sin su celular? —replicó Alejandro, cada vez más incómodo.
Un silencio tenso se instaló en la mesa. La desaparición de Mateo, aunque todavía parecía tener una explicación lógica, comenzaba a sentirse inquietante.
—Podemos buscarlo por la casa, solo para asegurarnos —propuso Gabriel.
—Está bien, pero seguro aparecerá de repente y nos llamará paranoicos —dijo Ricardo, sin dejar de comer.
Sin embargo, la búsqueda que estaba a punto de comenzar revelaría que Mateo no estaba en ningún rincón de la casa.
Gabriel subió rápidamente a la habitación de Mateo y tomó su celular. Lo encendió, pero se dio cuenta de que estaba bloqueado por contraseña. Frustrado, apretó los dientes.
Mientras tanto, Alejandro, preocupado, se levantó de la mesa y salió al patio. Miró a su alrededor, pero no vio a Mateo por ningún lado.
—¡Mateo! —gritó, esperando respuesta, pero el silencio fue la única respuesta que obtuvo.
Volvió a entrar a la casa y repitió su llamada, esta vez con más urgencia.
—¡Mateo!
Ricardo, que seguía comiendo con calma, levantó la vista y, viendo la seriedad en Alejandro, se levantó y se acercó a él. David lo siguió, sin preguntar demasiado.
Gabriel bajó en ese momento, con el celular de Mateo en la mano.
—Su celular tiene contraseña —dijo Gabriel, visiblemente frustrado—. No podremos saber nada. También encontré su billetera en la habitación. Eso significa que...
—Que no salió —interrumpió Alejandro, sus pensamientos ahora más confusos.
En ese momento, Alejandro miró a la mesa de la cocina y se fijó en un jugo a medio acabar. Lo tomó, observando el líquido dentro.
—¿Este jugo estaba aquí antes? —preguntó, mirando a los demás.
Gabriel negó con la cabeza.
—No, yo no lo compré.
—Ni yo —añadió David.
Ricardo, desde su lugar, también negó, sin comprender bien la importancia del hallazgo.
Alejandro olió la botella. El aroma le resultó extraño, algo fuerte y sospechoso.
—Esto huele raro —dijo, entrecerrando los ojos—. Y muy fuerte para ser un simple jugo.
Ricardo, sin mucho interés, se acercó y olió también.
—Ya, déjalo de una vez. ¿Me lo vas a dar o no?
—¡Cuidado! —advirtió Alejandro, levantando la mano—. No lo bebas. Algo no está bien con esto.
El silencio se apoderó de la cocina. Ricardo dejó la botella sobre la mesa con gesto pensativo.
—Esto es muy raro… —murmuró Gabriel—. Mateo no se iría sin avisar, y mucho menos sin sus cosas.
—Exacto —asintió Alejandro, cruzándose de brazos.
Gabriel miró a su alrededor con inquietud.
—¿Y si… la maldición tiene algo que ver?
Ricardo suspiró con fastidio.
—¿Otra vez con eso? Vamos, no creo que la “maldición” quiera llevarse a alguien como Mateo.
Alejandro apretó los labios y bajó la mirada, sumido en sus pensamientos.
—Es demasiada coincidencia… —dijo en voz baja.
Gabriel lo miró intrigado.
—¿A qué te refieres?
Ricardo rodó los ojos.
—Si tienes algo que decir, suéltalo ya y deja de andar con rodeos.
Alejandro levantó la cabeza y habló con seriedad.
—Mateo desapareció justo después de sugerir que buscáramos los planos de la casa… Y Fernando, poco antes de morir, insistió en investigar más a fondo. Es como si esta casa no quisiera que descubriéramos algo. Como si nos estuviera escuchando.
Ricardo soltó una risa incrédula.
—¿Nos escucha? ¿Ahora resulta que las paredes tienen oídos?
—No es tan descabellado —intervino Gabriel—. Si lo piensas bien, cada vez que alguien se interesa demasiado en la historia de esta casa, algo malo ocurre.
David, que había permanecido callado, frunció el ceño.
—Tal vez solo salió a despejarse —dijo, aunque su voz sonaba dudosa.
Ricardo chasqueó la lengua y miró a Alejandro con burla.
—Pues si la casa “se lo tragó”, ¿por qué no llamas a la policía? Que ellos lo busquen.
Alejandro negó con firmeza.
—No. La policía no hizo nada cuando murió Fernando, y dudo que se tomen en serio la desaparición de Mateo. Si queremos respuestas, tendremos que encontrarlas nosotros.
—¿Vas a jugar al detective otra vez? —Ricardo cruzó los brazos—. Es una locura. No tienes ni idea de lo que estás haciendo.
—No nos podemos ir sin Mateo —dijo Gabriel, decidido—. Si investigamos más, tal vez encontremos algo.
Alejandro asintió.
—No nos iremos hasta saber qué pasó con él.
Ricardo negó con la cabeza y soltó una risa sarcástica.
—Hagan lo que quieran. Yo no voy a perder mi tiempo con esto.