Alejandro y Gabriel caminaron por la casa en busca de Vance. No tardaron mucho en encontrarlo; estaba en el patio trasero, quemando algunas hojas secas.
—Vance, ¿puedes ayudarnos con algo? —preguntó Alejandro, tratando de sonar casual.
El hombre levantó la mirada y les hizo un gesto con la cabeza para que hablaran.
—Encontramos una caja en el ático —dijo Gabriel—. Está cerrada con llave, y queríamos saber si sabes algo al respecto.
Vance frunció el ceño levemente.
—¿Una caja? —repitió—. No tengo idea de qué me hablan.
Alejandro sacó la caja de madera y la sostuvo frente a Vance.
—Esta caja —dijo, agitándola ligeramente. Un sonido seco se escuchó desde su interior, como si hubiera algo pequeño moviéndose dentro.
Vance la miró por un momento. Su expresión se mantuvo neutral, pero Alejandro notó un leve destello en sus ojos, como si la reconociera.
—Nunca la había visto —dijo finalmente—. Parece vieja.
—¿Seguro? —insistió Alejandro—. ¿Ni siquiera te resulta familiar?
Vance negó con la cabeza.
—No tengo idea de dónde salió. Pero si está cerrada con llave, tal vez sea por algo.
Alejandro entrecerró los ojos. No estaba convencido de su respuesta.
—Bueno, si recuerdas algo, nos avisas —dijo Gabriel.
—Claro —respondió Vance con una leve sonrisa.
Alejandro y Gabriel se alejaron del patio. Una vez dentro de la casa, Gabriel habló en voz baja:
—¿Viste su cara cuando le mostraste la caja?
—Sí —susurró Alejandro—. La reconoció, estoy seguro. Pero se hizo el desentendido.
Ambos se quedaron en silencio. Algo no estaba bien con Vance.
Alejandro dejó la caja sobre la mesa de la cocina antes de retirarse junto con Gabriel.
Mientras tanto, en la sala, Ricardo se dejó caer pesadamente en el sofá, soltando un largo suspiro de cansancio.
—Los otros no paran con sus teorías y ya me tienen harto —dijo con fastidio.
David, sentado a su lado, se cruzó de brazos y lo miró pensativo.
—¿Tú qué piensas de todo esto? ¿De verdad crees que hay una maldición?
Ricardo soltó una risa corta y sin humor antes de acomodarse mejor.
—Nah. Si aquí hubiera una maldición que nos quiere muertos, ¿por qué seguimos vivos después de casi una semana? Lo que sí me parece curioso es que, de todos, a mí nunca me ha pasado nada realmente extraño.
David asintió lentamente.
—Sí... a mí tampoco me ha tocado vivir algo tan aterrador como lo que dicen los demás.
Ricardo se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, pensativo.
—Mira, Alejandro y Gabriel no van a dejar de buscar a Mateo. No me caía de maravilla, pero tampoco es que merezca desaparecer sin explicación.
David arqueó una ceja.
—¿A dónde quieres llegar?
Ricardo le lanzó una mirada astuta.
—Escucha, no creo en fantasmas ni en maldiciones, pero... ¿y si resolvemos este supuesto "misterio" antes que ellos? Imagínate la cara que pondrían si les demostramos que todo tiene una explicación lógica.
David ladeó la cabeza, intrigado.
—¿Y cómo piensas hacerlo?
Ricardo sonrió con confianza.
—Abriremos la puerta metálica. Es la única parte de la casa que realmente me parece sospechosa. Si logramos abrirla y no hay nada, les cerraremos la boca de una vez por todas.
David lo miró con escepticismo.
—¿Y cómo piensas abrirla? No tenemos la llave.
Ricardo chasqueó la lengua y se puso de pie.
—No hay que ser un genio, David. Si hay una puerta cerrada, en algún lado deben estar las llaves. Y creo saber dónde buscarlas.
Sin dar más explicaciones, se giró y salió de la sala con paso decidido.
David se quedó sentado, observando cómo se alejaba. No estaba del todo convencido, pero la idea de resolver el misterio antes que los otros le generaba cierta curiosidad.
Después de todo, si Ricardo tenía razón y no había nada, podrían terminar con todo este asunto de una vez por todas.
Ricardo regresó a la sala con algo en las manos. Lo dejó con un golpe seco sobre la mesita frente a David.
—Mira esto —dijo con una sonrisa confiada.
David frunció el ceño al ver la caja de madera que Alejandro y Gabriel habían encontrado en el ático.
—¿Y eso qué tiene que ver?
Ricardo cruzó los brazos.
—Aquí dentro podría estar la solución.
David levantó una ceja.
—¿Estás diciendo que crees que dentro de esta caja están las llaves de la puerta metálica?
Ricardo asintió con entusiasmo.
—Exacto. Escucha.
Agitó la caja con ambas manos, y un sonido metálico resonó en su interior.
David se inclinó un poco, atento.
—Tienes razón... suena como si hubiera llaves adentro.
—Lo sé —dijo Ricardo con autosuficiencia—. Pero hay un problema: está cerrada.
—Y no tenemos la llave —añadió David.
—No la necesitamos. —Ricardo sonrió con confianza—. Vamos a llevarla a una cerrajería.
David parpadeó, sorprendido.
—¿Una cerrajería?
—Claro. Si tenemos suerte, tal vez tengan una llave parecida que sirva para abrirla. Y si no, pueden hacer una nueva especialmente para esta cerradura.
David apoyó los codos en sus rodillas, asintiendo lentamente.
—Es... una buena idea. Vaya, no lo había pensado.
Ricardo se encogió de hombros.
—Por eso soy el cerebro aquí.
David soltó una pequeña risa y se puso de pie.
—Sabes, no suelo trabajar en equipo. Prefiero hacer las cosas solo, por mi cuenta. Pero tú piensas casi como yo.
Ricardo sonrió con arrogancia.
—Obvio.
David le dio una palmada en el hombro.
—Entonces, vamos. Ponte algo cómodo, tenemos trabajo que hacer.
Ricardo tomó la caja, y ambos salieron con paso decidido. Su objetivo estaba claro: abrir esa caja y descubrir si en su interior se encontraba la llave que podría llevarlos a resolver el misterio.
Caía la tarde.
Alejandro regresó a la cocina con la intención de recoger la caja de madera, pero al llegar, se detuvo en seco. Miró la mesa con el ceño fruncido.