Alejandro y Gabriel registraban cada rincón de aquella habitación sombría. La linterna iluminaba muebles viejos y desgastados, algunos con cajones apenas sostenidos por las bisagras oxidadas.
Cada vez que abrían un cajón, lo único que encontraban eran papeles rotos, polvo acumulado y pequeños objetos inservibles.
Gabriel, sintiendo que el tiempo apremiaba, se acercó a una de las mesas apoyadas contra la pared. Con manos temblorosas, comenzó a revolver los objetos desperdigados sobre la superficie. El lugar le provocaba un fuerte desasosiego.
Entre el desorden, un libro llamó su atención.
Estaba envuelto con una cinta que lo mantenía cerrado de arriba abajo.
Pero lo que realmente le puso la piel de gallina fue la tapa.
"S E, MI DIARIO"
Gabriel frunció el ceño.
—¿Qué es esto? —susurró, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda—. ¿Es un diario? ¿De quién? Otra vez esas iniciales extrañas…
Tomó el libro con cautela y deslizó los dedos por la cinta, dudando por un momento antes de arrancarla.
Apenas liberó el diario, un leve crujido se escuchó cuando abrió las primeras páginas.
El sonido del papel viejo resonó en el silencio.
Mientras sus ojos recorrían las líneas escritas a mano, detrás de él, Alejandro seguía buscando entre los cajones, el eco de los objetos moviéndose llenaba la habitación con un murmullo inquietante.
La sensación de que algo estaba fuera de lugar se hacía cada vez más fuerte.
Alejandro volteó y notó que Gabriel estaba concentrado en algo. Caminó lentamente hacia él.
—Oye… ¿qué ocurre? —preguntó en voz baja—. No tenemos que relajarnos tanto.
Gabriel no levantó la mirada, sus ojos estaban fijos en el diario. Pasaba las páginas con cautela, como si temiera que el papel se deshiciera en sus manos.
—Este diario lo escribió alguien… —murmuró—. Mira esto.
Señaló las primeras páginas. La tinta se veía deslavada, las letras casi ilegibles por el paso del tiempo.
Pero entonces Gabriel giró más hojas y su expresión cambió.
—Si nos vamos a las más recientes… la tinta se ve fresca.
Alejandro frunció el ceño.
—Espera… ¿Quieres decir que alguien sigue escribiendo en él?
Gabriel asintió, sintiendo un escalofrío en la nuca.
Alejandro tragó saliva y miró el diario con desconfianza.
—¿Y qué dice?
Gabriel tragó saliva y pasó lentamente la página. Sus ojos recorrieron las primeras líneas en silencio, hasta que su expresión cambió a una de desconcierto.
—¿Qué pasa? —preguntó Alejandro, notando la tensión en el rostro de su amigo.
Gabriel no respondió de inmediato. Inspiró profundamente y comenzó a leer en voz baja:
"Nuevas personas han llegado a la casa. Me siento feliz. Pero… ¿por qué ella me llama? Susurros en la oscuridad, órdenes que no puedo ignorar. No quieren que se queden. No puedo dejarlos quedarse. Tengo que acabar con ellos."
Gabriel levantó la vista, sus manos temblaban levemente.
—Alejandro… ¿qué demonios significa esto?
Alejandro sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Alguien escribió eso… y lo sigue escribiendo. Lo que sea que esté pasando en esta casa… no ha terminado.
Los dos se quedaron en silencio, sintiendo la humedad del lugar y el peso de las palabras en el diario. Por primera vez, Alejandro y Gabriel entendieron que no solo estaban investigando un misterio del pasado… estaban dentro de uno que aún se estaba desarrollando.
Y lo peor de todo, formaban parte de él.
Gabriel cerró el diario con lentitud y lo dejó sobre la mesa. Su mente intentaba procesar lo que acababa de leer.
Alejandro, de pie a su lado, notó algo en la tapa del libro.
—Otra vez esas iniciales… la S y la E —murmuró, frunciendo el ceño—. ¿Qué demonios significan?
—No lo sé… pero cada vez aparecen más —respondió Gabriel, con el ceño fruncido.
Alejandro bajó la mirada y se fijó en la mesa donde habían encontrado el diario. Pasó la mano por la superficie desgastada hasta que notó algo.
—Espera… aquí hay un cajón —dijo, inclinándose para examinarlo.
Sin perder tiempo, intentó abrirlo, pero la madera apenas cedió unos milímetros antes de detenerse con un chasquido seco.
—Está cerrado con llave —dijo, golpeando el cajón con los nudillos.
Gabriel también se inclinó para observarlo mejor.
—Genial… ahora tenemos que encontrar otra llave —bufó, cruzándose de brazos—. Y en este lugar, eso podría ser como buscar una aguja en un pajar.
Alejandro se incorporó y echó un vistazo a la habitación.
—Debe estar en algún lado… Solo tenemos que buscar bien.
Gabriel suspiró, sintiendo que el tiempo jugaba en su contra. Algo le decía que no deberían quedarse allí mucho más.
—Entonces, más vale que la encontremos rápido. No quiero estar aquí cuando caiga la noche.
Ambos comenzaron a buscar.
Bajo la luz de la luna, Ricardo y David llegaron finalmente a la casa.
Al entrar, fueron recibidos por un silencio absoluto. No se escuchaba ni una voz, ni un solo ruido en el interior.
—Vaya… ¿y ahora por qué tanto silencio? —murmuró David, recorriendo el lugar con la mirada—. ¿Dónde estarán Alejandro y Gabriel?
Ricardo sacó el juego de llaves de su bolsillo y comenzó a lanzarlas y atraparlas con una mano, como si fuera un simple pasatiempo.
—Seguramente siguen con su jueguito de exploración —respondió con desdén—. No importa, tenemos algo más interesante que hacer.
Sin perder más tiempo, ambos se dirigieron a la puerta metálica. Ricardo empezó a probar una a una las llaves, tanteando cada cerradura hasta dar con la correcta. Cuando finalmente sintió que encajaba, apoyó la mano en la perilla, pero antes de girarla, miró a David con seriedad.
—Antes de abrir esto y demostrar que no hay nada del otro lado… hazme un favor. Ve al patio y fíjate dónde está Vance.
David frunció el ceño.
—¿Para qué?