Alejandro y Gabriel seguían explorando la habitación, sintiendo el peso de la humedad y el polvo en el aire. El lugar tenía un olor rancio, como si nadie hubiera estado allí en mucho tiempo.
—No está… No está por ningún lado —murmuró Gabriel, frustrado. Finalmente, suspiró y se dejó caer en una silla vieja, la madera crujió bajo su peso.
Alejandro recorrió la habitación con la mirada, negándose a rendirse.
—Debe estar aquí… Estoy seguro —dijo, más para convencerse a sí mismo que a Gabriel.
De repente, algo en la pared llamó su atención. En un estante polvoriento, casi invisible bajo la tenue luz del foco, brilló levemente un pequeño juego de llaves metálicas.
—No puede ser… —susurró Alejandro, sorprendido por lo obvio que había sido.
Gabriel levantó la cabeza y al ver las llaves, una sonrisa de alivio se dibujó en su rostro.
—¡Por fin! Vamos, tráelas y veamos qué esconde ese cajón.
Alejandro tomó las llaves, soplando el polvo acumulado. Se acercó al viejo mueble y empezó a probarlas una por una. El sonido del metal contra la cerradura resonaba en la habitación silenciosa, aumentando la tensión. Hasta que finalmente, con un leve "clic", el cajón cedió.
—Aquí vamos… —dijo Alejandro, abriéndolo con cuidado.
Dentro había documentos amarillentos, algunas carpetas de cuero gastadas y, al fondo, un rollo de papel sujeto con una liga. Gabriel lo tomó, sintiendo el material seco y frágil entre sus dedos.
—¿Qué es esto? —preguntó, desenrollándolo lentamente.
Cuando el papel se extendió sobre la mesa, ambos quedaron en silencio. Sus corazones latían más rápido.
—No lo puedo creer… —murmuró Alejandro, con los ojos fijos en el contenido—. Son los planos de la casa.
Gabriel tragó saliva. El papel estaba viejo y deteriorado, con algunas manchas de humedad, pero las líneas seguían siendo legibles.
—Esto… Esto nos puede ayudar —dijo Gabriel, con un tono entre emoción y nerviosismo—. Si hay pasadizos o habitaciones ocultas, aquí deben estar marcadas.
Alejandro tocó el plano con cuidado, como si sostuviera un pedazo de verdad entre sus manos.
—Sí… Y puede que también nos diga dónde está Mateo.
El aire a su alrededor parecía volverse más pesado. Ahora tenían una clave importante en sus manos, pero la verdadera pregunta era… ¿alguien más sabía que estaban allí?
Alejandro tomó el plano con firmeza, lo enrolló con cuidado y volvió a asegurar la liga alrededor de él.
—Perfecto. Ahora que tenemos esto, podemos irnos —dijo con determinación.
—Sí, lo analizaremos mejor allá arriba. Este lugar es... desagradable —respondió Gabriel, mirando alrededor con una leve incomodidad—. Y no sé tú, pero a mí me da mala espina.
Sin perder más tiempo, Alejandro dio un par de pasos hacia la salida. Gabriel lo siguió, pero en ese preciso momento...
Un sonido metálico, apenas perceptible, resonó en la habitación.
Gabriel se detuvo en seco.
—¿Escuchaste eso? —preguntó en un susurro.
Alejandro se frenó también, girando levemente la cabeza.
—¿Qué cosa? No oí nada. Vamos, no hay tiempo que perder.
Apenas terminó de hablar, el sonido volvió a repetirse. Un leve tintineo metálico, como si algo pesado rozara el suelo. Esta vez, más claro.
Los ojos de Gabriel se abrieron más de lo normal.
—Eso... Fueron cadenas —susurró.
Alejandro tragó saliva. Ahora también lo había escuchado.
—Que rayos...
El sonido no provenía del pasillo por el que habían venido. Venía de otro punto de la habitación.
Gabriel sintió un escalofrío recorrer su espalda y lentamente levantó una mano, señalando hacia un rincón oscuro.
—Creo que vino de esa puerta...
Alejandro fijó su mirada en la dirección indicada.
Era cierto. Desde que entraron, no habían prestado atención a esa puerta. Habían estado tan concentrados en buscar pistas que la ignoraron por completo.
—No sé por qué la pasamos por alto —murmuró Alejandro, con un hilo de voz.
El silencio se volvió insoportable. El aire en la habitación parecía más denso.
Y entonces, Alejandro empezó a caminar hacia la puerta.
Gabriel lo vio con incredulidad.
—¿Qué estás haciendo? Alejandro... —su voz sonó ahogada, llena de duda y temor.
Pero Alejandro no se detuvo.
Se detuvo frente a la puerta y levantó una mano, colocando los dedos sobre la fría perilla de metal.
—No importa lo que haya detrás. Tenemos que descubrirlo —dijo, aunque su propio tono de voz delataba el nudo en su garganta—. Aunque... también tengo un poco de miedo.
Por un segundo, todo quedó en absoluto silencio.
Y luego...
El sonido de las cadenas volvió a escucharse. Esta vez, más fuerte.
Y justo detrás de la puerta.
Alejandro tragó saliva, su mano tembló ligeramente sobre la perilla. Pero no lo pensó más.
Con un movimiento firme, giró la perilla y abrió la puerta de un tirón.
Por instinto, desvió la mirada, como si esperara ver algo horrible al otro lado.
Gabriel, en cambio, fijó la vista al frente. Su cuerpo se tensó, preparándose para lo peor.
Pero lo que vio no fue lo que esperaba.
Sus ojos se abrieron de par en par. Su expresión de terror se transformó en una de incredulidad.
—No puede ser...
Allí, en el suelo de la oscura habitación, estaba Mateo.
Estaba sentado contra la pared, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Sus muñecas estaban envueltas en gruesas cadenas, atadas con un candado. Su ropa estaba sucia, su rostro pálido y su mirada perdida, como si estuviera despertando de un sueño profundo.
Gabriel sintió un vuelco en el pecho.
—¡Mateo! —gritó, corriendo hacia él.
Se arrodilló rápidamente y le tomó los hombros, sacudiéndolo levemente.
Alejandro, aún en shock, se obligó a mirar.
Sus ojos recorrieron la escena y sintió un nudo en la garganta.
Lo habían encontrado.