Me despiertan los gritos de hombres vitoreando algo. Me levanto de golpe, asustada, con el temor de que nos estuvieran atacando. Me pongo los zapatos apresuradamente y salgo del camarote con cautela.
Entonces lo veo: al rey.
Está peleando con el capitán.
Ambos empuñan espadas, rodeados por un círculo de marineros que gritan y animan como si fuera una fiesta.
Los veo pelear como si realmente quisieran matarse. Se atacan con total violencia; ninguno se da por vencido y dan lo mejor que tienen. Aunque se caen, se levantan.
El estruendo del acero al chocar sacude el aire. El rey lanza un tajo descendente que el capitán apenas logra desviar. El impacto los separa por un instante… pero sólo para que vuelvan a lanzarse uno contra el otro como animales enjaulados.
Los marineros rugen, sedientos de espectáculo. Algunos apuestan, otros solo observan con los ojos encendidos por la adrenalina. Yo, en cambio, no puedo moverme. Me quedo ahí, petrificada, sintiendo que soy la única que se da cuenta de la gravedad de lo que está ocurriendo.
Esto no es un simple duelo. No es una riña de orgullo.
Esto es guerra contenida en dos cuerpos.
Una estocada roza el costado del capitán. Gime, pero no se detiene. El rey sonríe con orgullo. Ataca de nuevo, como si con cada golpe buscara arrancar no solo sangre.
Entonces sucede.
El capitán tropieza. Cae de rodillas. El círculo de hombres enmudece por un instante. El rey alza su espada.
—¡Alto! —grito sin pensarlo.
Todas las miradas se giran hacia mí.
Incluida la del rey.
Me quedo muda cuando todas las miradas se posan en mí. Entonces ocurre lo más inesperado: el capitán aprovecha la distracción a su favor, barre con los pies a Su Majestad y lo derriba ante la sorpresa de todos.
Sin perder tiempo, toma una daga y la coloca en su cuello. Le susurra algo al oído —nadie más lo escucha— y luego levanta la mano en señal de triunfo.
—¡¡Victoria!! —grita.
Los piratas estallan en vítores. Gritan, lanzan cerveza al suelo y al aire, celebrando con desenfreno.
Yo solo puedo quedarme ahí, en completo desconcierto.
Veo cómo el capitán ayuda a su sobrino a ponerse de pie, y es entonces cuando lo comprendo: la pelea no era real, solo era un duelo amistoso que interrumpí con mi presencia.
Sintiéndome totalmente avergonzada, salgo disparada hacia el camarote, deseando esconderme y no tener que verle la cara al rey.
Cierro la puerta tras de mí con un portazo suave, aunque mis pasos no han sido nada discretos. Me dejo caer en la cama, con el rostro ardiendo de vergüenza y el corazón aún latiendo como tambor de guerra. ¿Por qué no me detuve a observar mejor? ¿Por qué grité?
Escucho pasos rápidos y Firmes.
Contengo la respiración. Tal vez solo pasan de largo. Tal vez nadie…
Golpean la puerta.
—¿Puedo pasar? —es la voz del rey. Sereno. Demasiado sereno.
No respondo. Me quedo inmóvil, como si el silencio pudiera hacerme invisible. Pero la puerta se abre igual.
Él entra. Alto, con la camisa aún manchada de sudor, la espada envainada, los ojos clavados en mí con una mezcla imposible de descifrar.
—¿Querías salvarme? —pregunta con una sonrisa que no sé si es burla o gratitud.
No sé qué responder. No puedo sostenerle la mirada.
Él se cruza de brazos.
—Podrías haber gritado antes —dice, como si nada—. Así habría ganado yo.
Se ríe de mi desconcierto, como si mi vergüenza fuera parte de su diversión. Luego se acerca a un baúl, lo abre con calma y toma una camisa blanca. Sin el menor pudor, se quita la que lleva puesta —aún sucia y empapada de sudor— y la lanza sobre la silla junto a la cama.
Se cambia ahí mismo, sin decir palabra, como si yo no estuviera.
No sé dónde mirar. Mis ojos, traicioneros, se deslizan un segundo por su torso antes de que mi sentido común me obligue a girarme por completo, dándole la espalda.
—Lo siento —murmuro, con la voz apenas audible.
Él no responde.
Mi corazón late con fuerza. No me atrevo a moverme. No sé si quedarme, salir corriendo o desaparecer.
—En una hora servirán el almuerzo. Te sugiero que salgas antes o no alcanzarás —dice, sin mirarme más. Con un gesto indiferente, se da la vuelta y se va sin decir nada más.
Me quedo allí, paralizada, con el sonido de la puerta cerrándose resonando en mis oídos. Lentamente, me tiro a la cama, derrotada. No tengo hambre, no puedo dejar de pensar en lo que acabo de ver. Su imagen, su torso, sigue grabado en mi mente, y por más que intento apartarlo, cada vez se vuelve más presente. No hay manera de sacarlo.
Cierro los ojos con fuerza, tratando de borrar la imagen, pero es inútil. La sensación de su presencia me siguen; entonces se que de verdad me gusta.