Los tres meses siguientes pasaron volando.
Después de ese día —al que llamo el del «incidente del cumpleaños»— mi relación con Julián ha cambiado de manera evidente, se ha vuelto más… romántica, a falta de una palabra que lo refleje mejor.
Es una aventura sexual, eso lo sé. Puede que sea adicta a Julián, pero no se me ha ido tanto la cabeza como para no percatarme de lo perjudicial que es todo esto. Me he enamorado de mi secuestrador, del hombre que me tiene aquí prisionera.
El hombre que parece necesitar mi amor y mi cuerpo.
No sé si me corresponde, ni tan siquiera si es capaz de enamorarse. ¿Cómo amar a una persona a la que has privado de libertad sin dudarlo? Aun así, siento que tiene la obligación de cuidarme, de que esa obsesión por mí no es solo sexual. Está presente en la forma en que a veces me mira, en el modo en que intenta anticiparse a mis necesidades.
Siempre me trae mi comida favorita y los libros y la música que más me gustan. Si comento que necesito una crema para las manos, me la compra en el siguiente viaje. Me consiente casi como a una niña. Se enorgullece de mis cumplidos y halaga mis obras de arte, tanto que se lleva varias con él para colgarlas en la oficina de Hong Kong.
También me echa de menos cuando no estamos juntos. Lo sé porque me lo dice y porque cuando vuelve, se abalanza sobre mí como un hombre hambriento que acaba de salir de la cárcel. Más que nada, eso me da esperanzas para que lo que siente por mí vaya más allá de ser un simple objeto de su posesión.
—¿Te ves con otras mujeres? ¿Fuera, en el mundo real? —pregunto durante el desayuno, después de una noche en la que me ha hecho el amor tres veces seguidas.
La pregunta me ha estado reconcomiendo durante meses y ya no puedo aguantarme más. Mi secuestrador es maravilloso, tiene ese encanto peligroso a la vez que magnético que hace que decenas de mujeres se rindan a sus pies. Me lo puedo imaginar durmiendo cada noche junto a una preciosidad; cuando lo pienso me entran ganas de apuñalar a alguien. Aunque tienda al sadomasoquismo, no tendría ningún problema en encontrar una compañera de cama; hay miles de mujeres que, al igual que yo, encuentran placer en el dolor erótico.
Me sonríe con cierta diversión oscura, no muestra ni una mínima gota de desconcierto por mi despliegue de celos.
—No, mi gatita —dice con suavidad.
Alarga el brazo y me toma la mano, acariciándome la muñeca con el pulgar.
—¿Por qué querría follar con otra persona si ya te tengo a ti? No he estado con otra desde que te conocí.
—¿En serio?
No sé cómo encajarlo. Me sorprende. ¿Julián me ha sido fiel todo este tiempo?
Me mira, curva los labios y me sonríe de una manera
irresistible y pecaminosa.
—Sí, cielo —responde.
En este momento, soy la mujer más feliz del mundo.
Me encanta cuando me dice «cielo». Es una palabra muy común, lo sé, pero de algún modo, cuando sale de su boca, suena diferente, como si me acariciara con esa palabra. Prefiero que me diga «cielo» a «mi gatita».
Aunque sé lo que soy para él: su mascota, su posesión. Le gusta pensar que le pertenezco, que es el único hombre que me toca y me mira. Le gusta vestirme con las prendas que me da, alimentarme con la comida que me trae. Dependo totalmente de él, estoy a su merced; creo que algo de eso me atrae, aunque intento apaciguar los demonios que suelen estar al acecho bajo la superficie.
En realidad, no me importa que me posea. Darse cuenta de ello es alarmante, pero parece que ese tipo de dinámica le atrae a algo dentro de mí. Me siento protegida y cuidada, aunque la lógica me diga que ni por asomo debo sentirme a salvo con un hombre que emplea las armas para ganarse la vida: un hombre que admitió haber matado sin ninguna compasión. Las manos que me tocan por la noche son aquellas que han llevado a la muerte a otras personas, pero hay cierta chispa en ello. De alguna forma, hace que todo sea más intenso, me ayuda a sentirme más viva.
Además, a pesar de la necesidad que tiene de hacerme daño, no me lo ha hecho en realidad, al menos, no físicamente. Cuando está en plan sadomasoquista, suelo terminar llena de marcas y moratones en la piel, pero desaparecen con facilidad. Nunca me ha herido, aunque soy consciente de que mi sangre y las lágrimas —mis lágrimas— lo excitan y lo ponen.
Cuando comparto algunos de mis sentimientos con Beth, no la sorprenden en absoluto.
—Sé que estáis hechos el uno para el otro desde el primer momento en que os vi juntos —dice mientras me mira con una sonrisa burlona—. Cuando estáis juntos en la misma habitación, es como si saltaran chispas. Nunca había visto tanta química entre dos personas. Lo que tenéis es extraño y especial. No luches contra él, Nora. Julián es tu destino, y tú, el suyo.
Parece estar totalmente convencida de ello.
Por la noche, mi vida cambia de manera irrevocable, todo empieza como algo normal.
Julián está en la isla. Cenamos un menú delicioso antes de que me suba arriba para una larga sesión de sexo. Es una de esas ocasiones en las que es amable; me entrega su cuerpo como si fuera una diosa. Me quedo dormida, relajada y satisfecha, mientras me sujeta entre los brazos con firmeza.
Me despierto en mitad de la noche para ir al cuarto de baño y siento un dolor ligero cerca del ombligo. Trato de aliviar el dolor, me lavo las manos, me meto en la cama sin hacer ruido y me echo al lado de Julián. También tengo algunas náuseas y me planteo si se trata de un corte de digestión. ¿Puede que me haya sentado mal la cena?
Intento quedarme dormida, pero el dolor empeora a cada minuto que pasa. Desciende hacia la parte derecha inferior del abdomen y es cada vez más intenso y agonizante. No quiero despertar a Julián, pero no puedo soportarlo más. Necesito un analgésico.
—Julián —le susurro al oído, acercándome a él—. Julián, creo que estoy enferma.