Secuestrada.

Capitulo 22.

Cuando aterrizamos dos horas más tarde, me muero de sed y necesito orinar con desesperación. Echo un vistazo a Beth y veo que está en peores condiciones, con los ojos vidriosos, como si tuviera fiebre. La inflamación que tenía en la cara se ha transformado en un moratón muy feo y tiene los labios cubiertos de sangre. Debido a las esposas, no puedo ni siquiera llegar a ella para darle una palmadita reconfortante en el brazo.

En cuanto el avión toma tierra, nos desatan y nos sacan del avión, aún tenemos las manos esposadas por delante. El líder se acerca, nos echa un vistazo rápido antes de señalar hacia un deportivo negro que hay aparcado a un par de metros. Suelta alguna orden a sus hombres y entiedo que se refiere a que el viaje continúa. Sin embargo, antes de que nos obliguen a entrar en el vehículo, hablo en voz alta:

—Eh —digo con tranquilidad—, tengo que ir al baño.

Beth me lanza una mirada de pánico, pero no le hago caso, centro mi atención en el líder. Estoy segura de que prefiero morir antes que mojarme las braguitas o, en este caso, la bata del hospital. Por un segundo, duda, sin apartarme los ojos de encima, y después mueve el pulgar señalando unos arbustos.

—Ve, puta —dice con firmeza—. Tienes un minuto.

Voy hacia los arbustos con dificultad, sin hacerle caso al hombre que me sigue con una ametralladora. Menos mal que mira hacia otro lado cuando me levanto la bata y me siento en cuclillas para orinar, me arde la cara de la vergüenza. Miro de reojo y veo cómo Beth sigue mi ejemplo a unos diez metros.

Una vez que hemos acabado, nos meten en otro coche sofocante y caldeado. En esta ocasión, el viaje es más largo; la carretera es sinuosa a través de lo que parece ser una especie de jungla. Cuando llegamos a un sobrio edificio tipo almacén —nuestro último destino— estoy deshidratada y chorreando de sudor. También tengo hambre, pero eso es secundario, tengo más sed.

Cuando entramos en el edificio, nos llevan a dos sillas de metal que están en una esquina. Nos quitan las esposas, pero no me da tiempo a alegrarme, el mismo hombre que me acompañó a los arbustos me ata las muñecas por la espalda. Después, me sujeta los tobillos a la silla, un tobillo a cada pata, y con una cuerda me amarra el cuerpo a la silla. Su roce con mi piel es indiferente, impersonal; simplemente soy un objeto para él, no una mujer. Giro la cabeza a un lado y veo que le hacen lo mismo a Beth, solo que el hombre que la ata disfruta haciéndole daño y tira de sus piernas para amarrarlas a la silla. No hace ni un ruido, pero cada vez está más pálida y sus labios agrietados tiemblan un poco.

Me siento cabreada, impotente. Aparto la vista una vez que el hombre la deja y centro mi atención en lo que me rodea.

Parece que estaba en lo cierto. Estamos dentro de algún tipo de almacén, con cajas altas y estanterías metálicas                                         

que forman un laberinto en medio. Ahora que estamos bien atadas a las sillas, los hombres nos dejan solas y se reúnen todos alrededor de una mesa larga en la otra esquina.

Por fin tenemos algo de privacidad para hablar Beth y yo.

—¿Estás bien? —le pregunto, con cuidado de no subir el tono demasiado—. ¿Te han hecho daño? Me refiero a antes de que yo saliera…

Niega con la cabeza, tiene la boca tirante.

—Solo me han abofeteado un poco —dice con calma—. No es nada, pero no deberías haber salido, Nora. Ha sido una estupidez.

—Me hubieran encontrado de todas formas. Solo era cuestión de tiempo.

Eso es innegable.

—¿Sabes quiénes son o qué quieren de nosotras?

—No estoy segura, pero me lo imagino —dice, con las manos tensas en la espalda—. Creo que forman parte del grupo terrorista yihadista del que me habló Julián hace un par de meses. Supuestamente, están cabreados porque no les vendió una arma que su empresa había desarrollado.

—¿Por qué no? —pregunto con curiosidad—. ¿Por qué no se la vendería?

Se encoge de hombros.

—No lo sé. Julián es muy selecto con sus socios de negocios y podría ser que no confiara en ellos.

—¿Nos han secuestrado para chantajearlo?

—Sí, eso supongo —afirma con suavidad—. Al menos para eso estás tú aquí. Alguien de la clínica debe ser empleado de ellos porque saben quién eres y lo que significas para Julián. Estaba durmiendo en una de las habitaciones de abajo cuando me encontraron e inmediatamente subieron a la segunda planta, a la habitación donde estabas. Creo que pretenden utilizarte para obligarlo a darles esa arma.

Tomo aliento con cierto temblor.

—Ya veo.

Tan solo puedo imaginar cómo unos hombres lo bastante psicóticos como para matar a civiles inocentes obligarían a Julián a dar su brazo a torcer. Imágenes espanto                                         

sas de partes del cuerpo vagan por mi mente, me esfuerzo en quitármelas, sin querer caer en el pánico que amenaza con devorarme por completo.

—Tuvimos suerte de que Julián no estuviera en la clínica cuando vinieron —dice Beth, interrumpiendo mis oscuros pensamientos—. Mataron a todo el mundo, a los dieciséis hombres de Julián que estaban allí protegiéndonos.

Me cuesta tragar.

—¿Dieciséis?

Beth asiente.

—Tenían un gran arsenal de armas y vinieron con unos treinta o cuarenta hombres. No viste lo peor porque entraron por detrás. En la otra escalera había casi dos metros de cuerpos apilados, con muchas víctimas de su propio bando.

La miro fijamente e intento controlar la respiración. «Joder. Mierda». No les ha importado sacrificar a tantos de sus compañeros, sea lo que sea que quieran de Julián debe ser una gran arma. ¿Se la daría para salvarnos? ¿Le preocupamos lo suficiente? Sé que me quiere —y se preocupa por mi bienestar de algún modo— pero no sé si me antepondría a sus intereses de negocio.

Por supuesto, aunque les dé lo que quieren, nada nos garantiza que nos vayan a dejar con vida. Recuerdo lo que Julián me contó sobre la muerte de María… sobre cómo la mataron para castigarlo por saquear un almacén. En el mundo de Julián, las acciones tienen consecuencias, consecuencias brutales.



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En el texto hay: amor, secuestros, posesivo

Editado: 18.08.2021

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