Secuestrada.

Capitulo 23.

Después de apagar la cámara, vuelven a dejarme en paz. Sacan el cadáver de Beth a rastras y friegan el suelo sin miramientos, dejando algunas manchas de color marrón rojizo. Me las quedo mirando; mis pensamientos van a otro ritmo mucho más lento como si estuviera en estado de shock. Ya no tiemblo, aunque me estremezco de vez en cuando. Noto el dolor apagado de los puntos y me pregunto si se me han abierto con el forcejeo de antes. No llevo la bata de hospital manchada de sangre, así que tal vez no haya pasado nada.

Un poco después me traen agua. Me bebo el vaso de golpe y con ganas; algunos hombres se ríen y dicen algo en árabe mientras se frotan la ingle de modo insinuante. Creo que esperan que no aparezca Julián para poder «jugar» conmigo antes de que el Trajeado se vaya a trabajar.

Por ahora, me dejan tranquila, por suerte. Hasta me dejan salir un momento para usar el baño, y el mismo tío de antes —ese tan impresionante— me vigila mientras me escondo entre los arbustos. Creo que es mi segurata oficial para el baño y, mentalmente, lo bautizo como el Retrete.

También doy nombre a los demás. El que lleva una barba negra que le llega hasta mitad del pecho es Barbanegra. El de las entradas es el Calvo. El bajito que encabezó el asalto a la clínica es Aliento Fétido.

Lo hago para distraerme y no pensar en Beth. No me atrevo a pensar en ella aún, no si no quiero perder la cordura. Si salgo de esta con vida, lloraré la muerte de la mujer que se convirtió en mi amiga. Si sobrevivo, lloraré y gritaré por la violencia sin sentido de su muerte. Pero ahora mismo, vivo el momento, centrándome en las cosas más ridículas e intrascendentes para que no me aplaste esta realidad tan brutal.

El tiempo pasa muy despacio. A medida que oscurece, clavo la vista en el suelo, las paredes, el techo. Creo que hasta doy un par de cabezadas, aunque me despierto sobresaltada al menor ruido, con el corazón acelerado. Aún no me han dado de comer y las punzadas de hambre son un no parar, pero tampoco importa. Me consuela saber que estoy viva, algo que no sé lo que va durar, a menos que venga Julián armado.

Cierro los ojos y trato de pensar que estoy en casa, en la isla, leyendo un libro en la playa. Imagino que, en cualquier momento, podré volver a casa y encontraré a Beth preparándonos la cena. Quiero convencerme de que Julián simplemente ha salido a hacer sus negocios y que lo veré pronto. Pienso en su sonrisa y en cómo se le riza el pelo oscuro alrededor de su rostro, lo que enmarca la perfección masculina de sus rasgos, y lo añoro por la calidez y seguridad de su abrazo… y poco a poco me sumo en un sueño intranquilo.

Noto que una mano enorme me tapa la boca y me despierto sobresaltada. Abro los ojos de golpe, la adrenalina me corre por las venas. Aterrada, empiezo a forcejear… y entonces oigo una voz familiar que me susurra al oído:

—Shhh, Nora. Soy yo. No digas nada, ¿vale?

Asiento ligeramente y me estremezco de alivio; él me quita la mano de la boca. Giro la cabeza y miro a Julián con incredulidad.

Está agachado a mi lado, vestido de negro de arriba abajo. Lleva un chaleco antibalas que le cubre pecho y espaldas y unas franjas diagonales negras pintadas en la cara. Una metralleta le cuelga del hombro y lleva todo un surtido de armas prendido del cinturón. Parece un desconocido letal, solo que sus ojos me resultan familiares, tan brillantes en esa cara oscura.

Durante un segundo creo que estoy soñando. No me creo que esté aquí, en este almacén en mitad de la nada, hablando conmigo. No cuando sus enemigos están a menos de treinta metros. Con el corazón desbocado, miro frenéticamente alrededor del almacén.

Parece que los hombres del otro extremo están dormidos tendidos en mantas en el suelo. Cuento a ocho, lo que significa que los demás deben de estar fuera haciendo rondas por el edificio. No veo al Trajeado por ningún sitio; tal vez esté fuera también.

Vuelvo a mirar a Julián y lo veo cortando con un cuchillo amenazador las cuerdas con que me ataron los tobillos.

—¿Cómo has entrado? —susurro sin dejar de mirarlo, embobada.

Él se detiene un segundo y me mira.

—Calla —dice en un tono casi inaudible—. Quiero que salgas antes de que se despierten.

Asiento y me quedo callada mientras sigue cortando las cuerdas. A pesar de la situación de peligro en que nos hallamos, estoy casi rebosante de felicidad. Julián está aquí, conmigo. Ha venido a por mí. La oleada de amor y gratitud es tan fuerte que apenas logro contenerla. Quiero saltar y abrazarlo, pero me quedo quietecita mientras él termina de cortar las cuerdas y me libera.

En cuanto estoy libre, me levanta y me abraza, apretándome con fuerza contra su pecho. Noto un ligero temblor en su fuerte cuerpo, y entonces me suelta y retrocede un poco. Me enmarca el rostro con las palmas y clava esos ojos azules y tan tremendamente posesivos en los míos. Entre nosotros se establece un instante de comunicación en silencio y lo sé. Sé lo que no puede decirme ahora mismo.

Sé que siempre vendrá a por mí.

Sé que mataría por mí.

Sé que moriría por mí.

Baja los brazos y me coge la mano:

—Vamos —dice en un hilo de voz, sin dejar de mirarme—. No tenemos mucho tiempo.

Le agarro la mano con fuerza y dejo que me lleve por la zona oscura cerca de la pared al otro lado de donde duermen los hombres. El laberinto de estanterías y cajas que hay en medio del almacén nos esconde y Julián se detiene, se agacha y me suelta la palma. Oigo cómo rebusca, como si buscara algo a tientas por el suelo, y entonces oigo un leve crujido cuando levanta un tablón del suelo de madera y lo deja a un lado.

En la parte del suelo que tenemos delante hay una gran abertura cuadrada. Me arrodillo al lado y echo un vistazo a la oscuridad que hay dentro.

—Baja —me susurra Julián al oído, me pone una mano en la rodilla y le da un apretón cariñoso. Su roce me tranquiliza un poco—. Hay una escalera.



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En el texto hay: amor, secuestros, posesivo

Editado: 18.08.2021

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