El día que llegué a Sedona me quedé acongojada; aquel pueblo perdido de la mano de Dios era realmente pequeño en comparación con el gran bosque que hacía frontera con la pequeña urbe.
─Allí dentro viven los congregados – me explicó el conductor del autobús cuando pasamos por delante del bosque.
─ ¿Quiénes? – pregunté confusa, mientras miraba hacía aquel lugar.
– Los congregados, señora – expresó con misterio.
El chófer, no quiso decirme nada más de ese lugar o de aquellas personas; más tarde y a mi pesar, descubrí de quienes hablaba. Un rato después, llegamos a la parada de autobús, que estaba situada en mitad de una carretera, aquella parada se encontraba a un par de quilómetros de Sedona.
– No puedo ir más allá, este autobús pasa por tres pueblos más; si sigue esa carretera en dirección recta llegarás a Sedona. – Luego el Chófer arrancó y me dejó allí sola.
Caminé pensativa por aquella desgastada carretera sin poder parar de maldecir mi pobre suerte. Al caer la tarde avisté el pueblo; desde mi posición podía contemplar su extensión al completo. Su estructura arquitectónica no era muy difícil de distinguir. Era un pequeño rectángulo, de casas puntiagudas, cruzado a lo largo por aquella socavada carretera por la que transitaba a paso ligero. Con suerte llegaría antes de que oscureciera. No había farolas o señales luminosas que señalaran el camino, por lo que si me caía la noche encima sería peligroso deambular a oscuras por aquella estropeada vía. Además y a pesar de que había andado un buen rato, el bosque aún quedaba cerca de mi posición y bastaba un solo vistazo rápido, para que una oleada de escalofríos, me recorriera el cuerpo sin reparo alguno, era un lugar lejano y salvaje, que sin embargo destilaba una inteligencia sobrecogedora.
Cuando la noche comenzaba a asomar y el sol se ocultaba tímido en el horizonte, los pitidos de una desgastada camioneta me pusieron en alerta. Se trataba de Jackson Toretto, quién detuvo su destartalado furgón para hablar conmigo.
Jackson Toretto era un hombre peculiar, no era exactamente un habitante de Sedona, ni de ningún otro pueblo de la zona, tampoco vivía en el bosque, como aquellos congregados que había mencionado el chófer del autobús, más bien, era una especie de ermitaño, vivía en una cabaña pequeña y andrajosa, situada en una explanada muy próxima a aquel aterrador bosque de pinos encrespados. El hombre que rondaba la treintena frenó su destartalada camioneta junto a mí.
– ¿A dónde se dirige señora? – aquel hombre, me observó con unos turbulentos ojos pardos, mientras se quitaba una desgastada y sucia gorra vaquera de la cabeza.
– A Sedona – contesté con cierta desconfianza.
– La llevo, ¡suba! – hablaba mientras sostenía un usado palillo de madera entre sus dientes.
– No es necesario – sentencié.
Se rascó la cabeza, revolviendo así una maraña de pelo negro y de rizos desordenados. – No le convendrá estar aquí cuando caiga la noche, es peligroso, no hay luces.
Lo cierto era que llevaba razón, pues andar a oscuras por cualquier carretera era realmente peligroso y más aún si se trataba de una vía desgastada como esa, así que subí a la camioneta.
Aquel hombre no parecía peligroso, tan solo anómalo, descubrí más tarde que aquel hombre era ebanista y cazador, vivía de lo que cazaba o cultivaba en un pequeño huerto que había tras su cabaña, el excedente más los muebles o figuritas, que hacía con sus propias manos, los vendía por los pueblos de los alrededores, o a los congregados. En esta ocasión se dirigía a Sedona para vender su excedente, tan solo lo acompañaba un viejo pastor alemán, que apenas se movió cuando subí a la camioneta de aquel robusto hombre de aspecto salvaje, que sin embargo resultaba atractivo a mis ojos.
No era muy hablador que digamos, por lo que un silencio tenso e incómodo, se apropió de la situación, hasta que por fin aquel peculiar ebanista habló.
– Viene por lo de la chica – no era una pregunta, sino una afirmación.
Aquel hombre, que por su aspecto parecía una persona inculta y desinteresada, era verdaderamente cabal y lo averigüé el mismo día que lo conocí, pues la mirada pícara de sus ojos y su voz moderada y elocuente, señalaban una inteligencia oculta tras ese aspecto de cazador rudo y ermitaño.
– Así es, soy la detective Helen Wesley – le informé un poco más confiada