El día que conocí a la muchacha, un dolor punzante me recorrió la espalda.
Aquel ambiente putrefacto de Sedona, no ayudaba en absoluto a la investigación y a pesar de que un buen café en el bar de Peter me ayudó a espabilarme, nada podría haberme preparado para los días que acontecían.
La comisaría se encontraba oculta tras las peculiares casas de Sedona, unas viviendas de complicada arquitectura, que se elevaban con techos triangulares sobre el cielo nublado de la villa. Un cielo que vaticinaba una tormenta inminente, que con suerte, purgaría de Sedona aquel aire cargado de resignación que trasmitía la pobre urbe.
Aquel día Norman, el comisario de la villa, desayunaba alegremente con los pocos compañeros que ejercían de policía. El comisario, había sido el encargado de redactar un informe detallado sobre el suceso y de informar con acierto al cuerpo general de policía de Arizona, mis superiores. “En Sedona nunca pasa nada”. Fue lo primero que me dijo el comisario. “La escoltamos hasta la consulta del médico y dimos el parte”. Contaban los policías. “No sabemos nada de ningún niño”. Me explicó el comisario cuando pregunté por el bebé.
El médico se había ocupado de ella, pero a causa del ataque, el pobre hombre había exigido ayuda policial para la custodia de la chica. Luego, y tras sanar sus heridas, había sido el sacerdote del pueblo, junto con algunas monjas de su orden, los que se habían hecho cargo de la joven. A pesar de que ya conocía al detalle el caso y el informe médico, decidí escuchar el testimonio de los innumerables testigos, antes de atreverme a hablar con la causante de todo aquel revuelo.
“Esta ida señora”. Me contaron las monjas cuando pedí verla. “Únicamente habla con ella misma”. Me dijo la madre superiora. Interrogar a la joven era de vital importancia para el caso, pues mi trabajo no era otro, que el de investigar la desaparición de un recién nacido y no cuidar de aquella joven, como creían aquellas gentes de Sedona.
Cuando por fin me dejaron ver a la joven, la encontré sentada en el suelo, vestida de blanco y mirando hacía la pared, solo se giró un segundo, para ver quién entraba, y solo en un segundo, entendí por qué, aquellas personas llamaban a la chica la hija de Satán. Su aspecto deplorable y macilento, era apenas un pellejo colgando de sus huesudos pómulos. La delgadez de aquella joven muchacha, que sin embargo parecía anciana, acongojaba sin reparos a quién la miraba. Con grandes ojeras moradas y de mirada ida, pintaba desconcentrada la pared de aquella estancia de carácter religioso, mientras canturreaba una nana.
Tras preguntarle algunas cosas acerca de su identidad y procedencia, la joven solo habló, cuando la inquirí sobre su hijo. – “No está. El bebé. Mi bebé” –. Me dijo con una voz débil e infantil. – “¿Dónde está el niño?” –. Me miró con unos ojos desprovistos de emoción alguna. – “¿Quién tiene a tu bebé?” –. Otra vez esa mirada sin alma. – “¿Lo tienen tal vez los congregados?” –. El rostro trasparente de la joven expresó horror. – “¡No! No hables de ellos” –. Su voz se quebró.
Así fue como la joven me puso tras la pista de los congregados; una organización que convivía dentro de aquel siniestro bosque, en una especie de campamento artesanal y naturalista. La dirección hacía donde se dirigía la joven aquel día no era de relevante importancia, quizás, solo buscaba ayuda o trataba de huir de algo, sin embargo, el recorrido del que provenía, era otra cosa de la que hablar. Según me decía la lógica, aquella muchacha procedía del bosque, el mismísimo hogar de los congregados.