El día que visité el hogar de los congregados fui en busca de un coche.
Primero fui a preguntar a la dueña del motel, que para mi sorpresa se encontraba acompañada por Jackson Toretto. Ambos desayunaban suculentos platos de tortitas.
– ¿Podría decirme dónde puedo alquilar un vehículo? – Le pregunté cuando llegué hasta ellos.
– Vaya a preguntar al comisario, a lo mejor le deja un coche de policía – me contestó la dueña del motel sin quitarle el ojo de encima a Jackson.
Caminé entre las pequeñas calles de Sedona, en dirección a la comisaría de Norman. Durante aquel trayecto no pude parar de advertir el recelo que destilaban aquellas gentes, quienes me miraban de reojo desde sus casas y quienes cerraban cortinas y agarraban a sus hijos de sus bracitos al pasar por delante de ellos. Aquella desconfianza por parte de los pueblerinos, me hacía entender aún más, el por qué de sus creencias religiosas acerca de la joven y no podía evitar apiadarme de ellos, quienes en lugar de usar la religión como algo hermoso o espiritual, la utilizaban para achacar males a cosas que se escapaban de su razonamiento.
Cuando llegué a la comisaría le pedí a Norman, que me dejase usar un coche de policía.
– Lo siento señora, tan solo tenemos uno y lo necesitamos para hacer la ronda. Pídale a Vernon el mecánico un coche, quizás tenga uno que prestarle – me explicó a mi pesar.
Harta del bajo presupuesto de mi departamento, volví caminando a la calle del comercio, sin embargo, el taller del mecánico estaba cerrado, por lo que exasperada le di una patada a una caja de cartón que había en el suelo. No podía ir andando hasta el bosque, pero necesitaba conocer a los congregados y además, debía de documentarme, sobre de la clase de congregación que era; tenía bastante claro, que lo que le hubiese pasado a aquella joven habría sido allí y entonces quizás, el bebé de la chica pudiera estar oculto dentro de la congregación.
El claxon de la camioneta de Jackson Toretto volvió a llamar mi atención. – ¿A dónde se dirige? – Inquirió.
– ¿Para qué? – cuestionó con sospecha.
– Quiero hablar con los congregados –una mueca de fastidio apareció en la comisura de sus labios.
– Le dije que no se metiera en aquel tema – no era una amenaza, más bien una súplica.
– ¿Está ocultando algo señor Toretto? – Especulé.
Chasqueó la lengua molesto. – Llámeme Jack, nadie me llama así – la impertinencia de aquel hombre tan rudo comenzaba a cansarme. – Solo intento protegerla – reveló al fin.
– Voy a ir de todos modos, aunque sea andando, si me acompaña podrá protegerme mejor que si solo me advierte, además, sus servicios serán recompensados debidamente por el cuerpo general de policía de Arizona – declaré con dignidad al hombre.
– Está bien, ¡sube! – Aceptó para mi sorpresa.
Estaba tan contenta por haber encontrado al fin un vehículo con el que ir al bosque, que no me importó que Jackson comenzara a tutearme.
El viaje en coche volvió a ser aburrido y sosegado, entre bache y bache la camioneta de Jackson Toretto, circulaba torpemente en dirección a aquel sombrío bosque, que no tardó en aparecer ante nuestra vista.
– Tienes que andarte con ojo con esos congregados – me explicó el hombre. – No es que sean peligrosos, más bien son pacíficos, el problema es que te capten. Son muy buenos – me informó.
– ¿Qué clase de culto veneran? – Aquella congregación comenzaba a intrigarme.
– A diferencia de lo que creen los habitantes de Sedona, no se trata de una secta satánica la que habita en el bosque, más bien veneran a una especie de diosa de la naturaleza. Únicamente viven de eso, de lo que les proporciona la naturaleza. – Jackson sabía bastante acerca de los congregados.
– ¿Y por que creen que es satánica? – le pregunté.
– Hacen rituales – me confesó. – Nunca he visto ninguno, pero algún muchacho o muchacha del pueblo se ha acercado a curiosear y ha vuelto contando cosas espantosas a los adultos; pecado según ellos. – Se encendió un cigarrillo mientras hablaba. – Algunos de esos jóvenes nunca vuelven, se quedan allí con ellos. Los captan. Les gusta acoger sobre todo a chicas como la que ha aparecido en Sedona – me dijo comprensivo.
– ¿Por qué? – No entendía como alguien podría querer pertenecer a una secta.