Sedona

VI: El día que pasé la noche en el campamento de los congregados

El día que pasé la noche en el campamento de los congregados, una lluvia pesada nos impidió conducir la camioneta para ir a Sedona.

– Pasad la noche aquí, tenemos un par de cabañas vacías, no quiero que andéis por el bosque con esta lluvia y mucho menos que valláis por esa carretera tan descuidada – nos ofreció Sídney.

Como Jackson quería quedarse y la camioneta era de él, no tuve más remedio que aceptar la invitación de la mujer.

Sídney y los niños eran los únicos que parecían estar en sus cávales tras la ceremonia, los demás adultos, incluido Gary, seguían alucinando por la droga. No tardamos en irnos a dormir; a pesar de que no me apetecía en absoluto pasar la noche entre aquellas personas, la cabaña que me habían asignado estaba limpia y su cama era más cómoda que la del motel de Sedona, por lo que agradecí en profundidad poder quedarme en el hogar de los congregados, para poder dormir una madrugada en condiciones.

Aquella noche, el llanto de un bebé me despertó en la penumbra; lentamente y casi movida por un sueño, mis ojos se fueron abriendo, para encontrase con una oscuridad absoluta. Los congregados no usaban electricidad y por tanto no había nada que pudiera iluminar aquel lugar en la foresta, ni siquiera, la gigantesca luna llena, que lucía en el firmamento, alumbraba el campamento, pues aquella luz plateada del satélite, era incapaz de colarse por entre las altas copas de los pinos, que cubrían el cielo del bosque.

Entumecida por el frío humeante que había en el ambiente, busqué mi teléfono móvil para guiarme en la penumbra; bajo aquella oscuridad absoluta, el hogar de los congregados, había dejado de ser a mis ojos, un lugar acogedor y alegre, para convertirse en un sitio gélido y sombrío, que ponía los pelos de punta; el bosque, antes colorido y familiar, era aquella noche un sitio salvaje, que con inteligencia, observaba resignado, a que calleras en alguna de sus trampas, bien podías tropezarte con una rama, más despegada del suelo de lo que debería estar, o bien te podía atacar algún depredador nocturno, que acechara paciente, a que cualquier incauto saliera de su cabaña. A pesar del profundo miedo que sentí, nada más poner un pie en el exterior y a pesar de que ya no era capaz de escuchar el llanto del bebé, salí de aquel sitio seguro, para adéntrame en el laberinto de casas de maderas y así poder buscar el origen de aquel lloriqueo infantil.

Intenté hacer un mapa mental de las casas, pero había partes del campamento, que Gary no me había enseñado el día anterior. En realidad el líder de los congregados, solo me había mostrado lo que a él le interesaba, quería hacerme ver, que aquel lugar era bueno y alegre, en términos generales quería que entendiera, que era un buen sitio para descansar y para curar las heridas producidas por otros sitios más sombríos que este. No obstante, mi razonamiento me decía, que siempre donde hay luz hay también oscuridad, pues la luz, siempre genera una sombra más larga, que la propia forma del objeto del que la sombra procede; estaba a punto, de averiguar que era lo que Gary no quería que encontrara.

Pasé la estatua de la diosa y me interné otra vez entre las casas, con cuidado, para que nadie me viera; accedí a una zona, a la vista más antigua que la que ya conocía, en la que las casas de madera, apenas dejaban una escasa separación entre ellas, pero que era lo suficientemente angosta, para que mi pequeño cuerpo cupiera entre las cabañas. Por fin llegué a una casa mucho más grande que las demás, de forma rectangular en vez de cuadrada, sin pensármelo dos veces empujé la puerta de madera, que tras un suave chirrido se abrí; alucinada alumbré a la infinidad de camas, que se encontraban en dos largas hileras, camas, donde descansaban los pequeños cuerpos de los numerosos niños que moraban allí. Había más niños de los que podía haber visto la mañana anterior. Una pregunta fugaz se pasó por mi mente.

– ¿Dónde están los padres de estos niños?

Escuché entonces la conversación acalorada de dos personas que discutían fuera de la gran cabaña de los niños. Agachada, para que no me vieran, me coloqué bajo una ventana que se encontraba abierta, para así, poder escuchar con atención.

– ¿Por qué has dejado que se quede? – dijo una voz masculina que ya conocía.

– No podía dejar que se fueran, estaba lloviendo – le contestó una mujer.

– Y más que va a llover, has disgustado a la diosa – volvió a decir a voz de un hombre.

– Gary, no podía preguntarte, estabas bajo los efectos de la droga – se excusó la mujer.

– ¿No me digas que es por Jack? – la acusó Gary.




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